"La imagen es para mí la vida"
EL PAÑO MORADO. Publicado por primera vez en Espuela de Plata (febrero de 1.941)
Este relato se desarrolla en el palacio de un Monseñor que había fallecido recientemente. Se habla de la tristeza que lo impregnaba. Por demás, siempre había sido un palacio melancólico. Se menciona los paños morados “…de una prolongada tristeza…” colgados en los largos patios de las cámaras del palacio. Pero hay un patio central, cuadrado, que destaca. Las paredes son muy húmedas y por ellas discurren lagartijas. En una esquina está un loro sobre unos palos cruzados . Tiene un hermoso plumaje que cuando los rayos del sol incidían sobre él producía un vicioso deslumbramiento.
Lezama menciona los tipos de pisadas de los sacerdotes que pasaban por el patio: unas lentas y otras, en ocasiones, rápidas. Las mismas tendrían relación con ciertos pensamientos “…como el desenvolvimiento de la figura en el tiempo”. Si el paso era lento, el pensamiento era espeso, difícil de penetrar, de analizar y poseedor de una continuidad inalterable. Si se trataba de un paso ligero, el pensamiento se paralizaba y buscaba apoyarse en los objetos o sólo los roza y, a veces únicamente con la mirada. Si la figura, el objeto, se mueve, una mirada será insuficiente para congelarlas en su carrera: “¿Una mirada es insuficiente para congelarlos en su carrera? No es la mirada enteramente lineal la que los detiene…”
Había un grupo de muchachos que entraban, a escondidas, al patio. Exclamaban: “Las alondras del obispo”. Se ponían a conversar y a veces les pedían un favor como traer agua con limón o comprar hilo morado. No obstante, ellos sabían que su visita no era deseada y se mantenían alerta.
En el patio, habían tres misterios muy atractivos: a.- el eco, peligrosa divinidad; b.- el loro y c.- una jaula con alondras (que habían pertenecido al Monseñor). Dicha jaula estaba ubicada en frente del fulgor que lanzaba el plumaje del loro. Por las tardes, un hombre gordo, abría la jaula de las alondras y sólo salían las más jóvenes. La más joven de todas, tenía un lazo amarillo en su pata para diferenciarla de las otras y se acercaba al loro. Era toda una fiesta ver lo que ocurría en el instante en que “…el sol se subdividía en tal forma que parecía como si los dos animales, uno al lado del otro, rodeados por un halo de agua tornasol, soltasen diminutas fuentes…” donde la maravilla no era la ascensión del agua sino la de los peces ocultos dentro de ella.
A veces, el loro se metía en la jaula de las alondras, ubicándose en su centro reconcentrando todo su color y las alondras su canto indiferente.
Un día un grupo de muchachos entró al patio. El portero (tenía más de 20 años en ese cargo) y que intuimos es ya anciano, los vio. Este hombre era el intermediario entre la pasividad del palacio y la movilidad de la calle. Era un gran conocedor del barrio: “Conocía su barrio como Champollion un papiro egipcio.” Se refiere Lezama aquí a Jean-François Champollion (1.790-1.832), filólogo y egiptólogo francés que descifró los jeroglíficos egipcios.
A veces salía al café de la esquina. Era lento y silencioso y, con frecuencia nadie sabía dónde estaba. También era amante de los secretos. ¿Era el mismo hombre gordo que abría la jaula de las alondras?
Lo cierto era que los muchachos que acababan de entrar al patio llevaban un anillo de hierro y le habían amarrado un pedazo de vidrio morado que encontraron en el piso. El portero intuyó algo extraño como el día que leyeron el testamento del Monseñor y éste le había dejado un chapín o unas flores de oro , que él sabía que no lo eran. Usualmente los muchachos llegaban hasta determinado punto del patio, ese día no. Uno de ellos era bizco y el otro tenía algo raro en su voz. Al principio miraron al vigilante de reojo, luego, siguieron adelante y procedieron a amarrarle las patas al loro con una cuerda de lino donde pendía el aro de hierro. El loro intentaba zafarse y a veces agarraba el aro con sus patas. Iba perdiendo sus plumas.
Mientras lo anterior ocurría, el portero (que si parece ser el que les abría la jaula a las alondras) evocaba al Monseñor. “Al pasar por su lado, él se curvaba radicalmente. Monseñor, con voz semiapagada, le decía Puedes ir. Esas palabras lo impulsaban…”. En realidad esa frase lo colmaba y entonces, se iba con tranquilidad al café. Reflexionaba también el hombre que ya esos momentos no volverían. Ese colmar llegaba a su punto máximo cuando coincidía con la entrada del loro a la jaula de las alondras.
A pesar de que el portero sabía de la entrada de los muchachos, salió al café y al poco tiempo se dio cuenta que venía un río de agua. Una inundación. Quiero decir que hasta aquí no había captado que estuviese lloviendo pues la humedad no lo implicaba directamente. Una relectura me lleva a citar desde casi los inicios del cuento: “…una tristeza fuerte e invasora pesaba no como una sombra, sino como el crepúsculo que va quemando sus diminutos címbalos, sus últimas llamas ante la invasión de la lluvia tenaz.” Es la única vez que se hace referencia a la lluvia y Lezama lo hace usando en parte un símil y en parte una metáfora.
El hombre se desplomó y unos muchachos lo llevaron hacia la puerta del patio del palacio. Murió. Sólo le encontraron una manta vieja. En el ínterin, la cotorra seguía haciendo esfuerzos por zafarse del aro sin ningún éxito, perdía más y más plumas y, con ello su antiguo colorido. Una de sus patas ya estaba cianótica. Al final, decide pasar el aro por su cabeza hasta su cuello y muere: “Pensaba que su cuello estaba hecho para el anillo…”
Por cierto, Lezama parece confundir el loro con una cotorra que no es lo mismo. Ello también ocurre con otros animales en sus otros cuentos.
PARA UN FINAL PRESTO. Publicado por primera vez en Literatura, 1.944
Este cuento se inicia narrando la existencia de una secta llamada El secuestro del tamboril de la luna menguante. Estaba formada por 333 jóvenes en edades comprendidas entre los 15 y 20 años. Al parecer, los padres (atenienses) que mandaban a sus hijos a la misma sólo querían ahorrarse el gasto de tener que pagarles su recreación y, por otra parte, que sus hijos disfrutaran de situaciones exóticas. La secta era dirigida por un tal Galópanes de Numidia. En apariencia, la motivación para que Galópanes la creara fue el hecho de que cuando el rey Kuk Lak enviaba gente a la muerte por conspiración o por las razones que fuese, éstos se mostraban muy reacios y se oponían. Así, Galópanes quería evitarle esa molestia al rey. Ahora bien, el fin de la secta era que los jóvenes se prepararan para la muerte sin aspavientos, ni quejas de mal gusto pues la experiencia debía concluir con el suicidio colectivo.
La forma de morir de estos jóvenes era lanzándose a un cuadrado de fuego ardiente, -como lo harían al lanzarse a una piscina- situada en un cuadrado de la plaza pública. Lezama compara la actitud dócil de los jóvenes, como quien acude a una cita deseada, con el cuadro de San Mauricio pintado por El Greco (Doménikos Theotokópoulos, 1.541-1614) y, agrega: “se espera la muerte, no se va hacia la muerte, no se prolonga el paseo hasta la muerte”
Mientras se da inicio al suicidio, los últimos jóvenes seguían con sus lecciones en el jardín donde se reunían.
Cerca de esos jardines, en un sótano, se reunían unos conservadores chinos y unos falsificadores de diamantes de Glasgow que, en realidad, no eran ni una cosa ni la otra. Constituían una sociedad secreta denominada El arcoíris ametrallado y su único objetivo era apoderarse del rey para que el hijo de Galópanes, quien exhibía una nariz leonina de leproso, que lo ayudaba en su capacidad para causar temor, ocupara el trono, mientras Galópanes se iba con su querida a pasar un verano en las arenas de Long Beach
La policía vigilaba de cerca a El arcoíris ametrallado pero sufrirían un gran error, lo cual llevaría a que, al final se formara: un grupo escultórico; que se diera una Muerte fuera de toda causalidad y que se suplantara a un rey.
Llegó el día de los suicidios colectivos. La policía disparaba a los jóvenes pero éstos reían cada vez más.
El capitán de los gendarmes, estaba alerta ante la situación. Diagonal a la plaza había un “…museo y una bodega de vinos siracusanos.” Por cierto, dicho capitán tuvo que aceptar ese cargo posterior a la muerte de un tío que lo había criado desde los cinco años y que ya, antes de morir, estaba arruinado. Había conocido en una fiesta de disfraces a un hombre disfrazado de cordelero franciscano (un cuarentón que era el comandante de los húsares) mientras que él iba de comandante de húsares. La coincidencia inició la amistad y así el capitán de los gendarmes llegó a serlo. Por otro lado, cuando el comandante de los húsares se emborrachaba, apelaba a una retahíla de lugares comunes, entre ellos “…que una carga de húsares era la antítesis del suicidio colectivo de los estoicos:”, es decir, algo que no podía ocurrir.
Total que el capitán de los gendarmes mandó a traer unas ánforas y lekytosaribalisco del museo y borgoña espumante de la bodega pero ya Galópanes había trazado su estrategia. Días antes, había mandado a traer los vinos de la bodega con una mentira sutil y había sustituido el vino por un poderoso veneno.
El rey Kuk Lak vigilaba a los conspiradores desde su ventana. Pensaba, como lo pensó el capitán de los gendarmes que, los que se iban acercando a la hoguera eran los conspiradores pero no, eran los jóvenes suicidas. Por ello, el rey pensó en una traición cuando vio que les daban vino a los jóvenes y buscó otra tropa que creyera fiel. Esa tropa salió “…como el cohete sucesivo que permitiría a Endimión (personaje de la mitología griega, precursor de los Juegos Olímpicos) besar la Luna.” Cuando el nuevo grupo de policías llegó empezó a disparar contra los jóvenes pero resulta que un pacifista, fundador de la sociedad La Blancura Comunicada y que sabía de la secta de jóvenes, alteró los fusiles disminuyendo la velocidad de salida de las balas. Los policías creían que tenían gran puntería pues los jóvenes iban cayendo en la pira pero era a consecuencia del veneno que habían ingerido como vino. Las balas apenas describían una pequeña parábola deplorable.
Mientras tanto, el Rey se dedicó a formar un grupo escultórico, contemplando la muerte “…refinada y activísima…” de los que creía conspiradores. Las tropas llamaron a otras pensando que todo había concluido.
Galópanes, al pasar por la estación del capitán de gendarmes vio un gran vacío y dedujo que las tropas habían ido a defender al rey. Los auténticos conspiradores llegaron al palacio y el hijo de Galópanes pudo tomar el trono.
Finaliza Lezama: “Un año después, el Jefe, con su querida, se estira y despereza en las arenas de Long Beach. Contempla la cáscara de toronja que las aguas se llevan, y el peine desdentado, con un mechón pelirrojo, que las aguas quieren traer hasta la arena.”
FUGADOS. GRAFOS, 1.936
Este cuento se narra bajo una lluvia. En una pausa, el adolescente Luis Keeler aprovecha para dirigirse al colegio; sin embargo, se detiene para observar cómo el agua que se desplazaba por las letras de un escudo -anuncio de una joyería- se detenía en la curva de la última letra, adquiría una tonalidad verde, sin decidirse a avanzar, para luego saltar desapareciendo.
Por otra parte, Armando Sotomayor, algo mayor que el primero, también aprovecha el remanso de la lluvia para ir al mismo sitio. Describe Armando el colegio como de aspecto poco lustroso “…como si la voz de los profesores hubiera ido formando una costra húmeda que separaba la pared de las miradas.” Plantea que el colegio es resistente a las ideas, a su proliferación y desarrollo. “Era como si una idea se dirigiese recta a adivinar el objeto enfrentado, y al encontrar las paredes, verde, amarillo escamoso del colegio, saltase al mar para borrarse a sí misma.”
Es de hacer notar que en Paradiso también hay una fuerte crítica hacia los profesores y hacia la enseñanza.
Luis y Armando se encuentran y “…se miraron.”. Aquí, hay un juego temporal y de mirada (imagen) pues, Lezama añade al final de este párrafo que Armando giró sus ojos sobre Luis que llegaba y le dijo que fueran al Malecón pues las olas estaban furiosas y quería verlas. No obstante, en el inicio del párrafo, como ya puntualicé, ya los jóvenes se habían mirado.
Se dirigen al Malecón. Luis, gozoso no miraba a Armando (pensaba en la gota de agua del anuncio de la joyería, en la excusa que daría a sus padres por haber faltado a clase). Aunque, reiteramos, que Luis no miraba a Armando: “Sin embargo, cada palabra de éste era una mirada, hasta casi pensaríamos que hablaba para encontrar en los ojos de Luis la colmación de sus palabras, más que necesaria respuesta.”
¿Tenemos aquí a un Luis atraído por amor a Armando? ¿Era un sentimiento recíproco? También notamos la voz transformada en mirada
Lezama dice, en relación al escape de una clase: “Las huidas del colegio son el grito interior de una crisis, de algo que abandonamos, de una piel que ya no nos disculpa.”
Se habla de la humedad.
Luis recuerda a una tía gorda, la voluptuosidad del café con leche por las mañanas.
Los jóvenes arriban al Malecón algo desmemoriados aunque esa no era su finalidad “…pero les golpeaba un secreto más escurridizo.”
Cambian de rumbo, el secreto que los enlazaba se mantendría.
Al poco rato, llegó Carlos, mayor que Armando, diciéndole a éste que si no habían quedado en ir al cine, que todavía tenían tiempo. Luis se siente desagarrado. Es de hacer notar que mucho antes de que Luis viera a Carlos ya se había estremecido: “Luis se estremeció, como si hubiese chocado con una nube o como si se hubiese despertado…Se sintió aterrorizado…” La presencia de Carlos corta la alegría, la emoción de Luis compartiendo con Armando. Éste le dice, con sequedad, que se va. Luis se queda, se le agolpan las ideas.
Desde ese instante, Luis comienza con una serie de acciones, de interpretación de imágenes del mar, las olas, las gaviotas. “Siguiendo las vueltas de las gaviotas aparecían una docena de adolescentes ocultando en las arenas sus flautas cremosas…”
Esa frase parece hacer alusión a una actividad sexual solitaria.
Luego toda una mención a las olas y a las algas que, de alguna manera, transmite su sufrimiento y el deseo insatisfecho.
Caracas, 31 de agosto de 2011.
Excelente entrada, felicidades.
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