miércoles, 10 de agosto de 2011

LOS TESTÍCULOS JÓVENES. Un relato















La tarde del 26 de septiembre de 2000, Elena Ruiz se sintió abatida. Había llegado temprano al hospital donde trabajaba desde hacía varios años en el área de cirugía. Tenía meses que iba y venía de Guatire en camionetica. La autopista Petare Guarenas se había convertido en una auténtica guillotina y, a pesar de los robos y atracos que también  sucedían en los transportes públicos, se sentía más tranquila de no tener que manejar. Por otro lado, aprovechaba para leer, lo cual era para ella una verdadera pasión.                                                                                             
Después de haber pasado revista en su sala correspondiente, fue al servicio de emergencias.  Mucho antes de entrar percibió un olor fétido, nauseabundo, sin embargo, esto no le causó extrañeza, ya que esos efluvios putrefactos no eran cosa rara dentro de un hospital. Entró y habló con su residente de guardia quien le informó que sólo tenía pendiente dar de alta a un joven que había ingresado la noche anterior por una inflamación testicular. Eso era todo.
De allí, Elena se dirigió a la residencia médica. Quería continuar la lectura de un libro de cuentos de un autor japonés llamado Junichiro Tanizaki.  Todos los que había leído hasta ahora le habían gustado sobremanera. Deseaba poder desarrollar esa capacidad para escribir cuentos pero y  aunque acababa de terminar un mini taller de escritura creativa sobre el tema, hasta  la fecha sus intentos habían resultado fallidos.
Así, entró a su habitación. El cuarto estaba caliente a más no poder. Se dirigió hacia el aparato de aire acondicionado que entre todos sus compañeros habían adquirido. Al  accionar el suiche, éste emitió unos destellos y el aparato no arrancó. Elena profirió una grosería, harta de las miles de fallas que día a día agobiaban al hospital. No le quedó más que dejar la puerta abierta con la esperanza de que, al menos una brisa penetrara.       
Se acostó y abrió su libro. Terminó de leer Una  flor azul, sencillamente excelente, se dijo Elena. A continuación venia Un puñado de cabellos.  Antes de iniciar la lectura, reflexionó, por instantes, en lo particular que era la cultura japonesa y la forma que ello incidía sobre la literatura que producían. Empezó a leer y a los pocos segundos, el sonido de su escuálido teléfono celular se hizo presente. Era su residente quien le informaba que había llegado un paciente herido de una puñalada.  
Elena se levantó y se lavó la cara que ya la sentía impregnada de un sudor pegajoso, desagradable. Bajó a la emergencia pensando que tal vez  hoy no sería una guardia de lecturas, situación que, en realidad, no se daba con frecuencia.  
El largo pasillo que conducía de la residencia a la emergencia estaba impecable. Lucía como un espejo. Potentes rayos de sol se reflejaban sobre él generando una imagen de incandescencia que envolvía a todos quienes transitaran por allí en horas vespertinas. Su limpieza era responsabilidad de una empresa privada. Se preguntó por qué tantas veces las tareas bien hechas tenían que ser llevadas a cabo por los entes privados. Mientras iba caminando vio a un grupo de gatos deambulando con aquella elegancia que los caracterizaba. Los gatos formaban parte de la vida de cualquier hospital.
Elena se dispuso a examinar al joven de 20 años que había llegado y que yacía nervioso en una de las derruidas camillas. Lucía recién bañado y  peinado. Su camisa blanca estaba manchada de sangre por su lado izquierdo y presentaba un pequeño corte longitudinal, desflecado. En la piel subyacente se veía una pequeña herida con escaso sangrado.
Elena comprobó que la herida había penetrado hacia la cavidad abdominal aunque no había signos externos de haber causado ninguna lesión importante. Aún así debía realizar una exploración en quirófano y se lo hizo saber al joven. Indicó al camillero que lo pasara al área quirúrgica pero le informaron que el quirófano estaba ocupado en ese momento. Debía esperar.
Elena no quiso subir a la residencia y decidió aguardar en pabellón. Allí el aire acondicionado estaba a todo dar. Se arrepintió de no haber traído el libro de Tanizaki o la novela de Carson McCullers, El corazón es un cazador solitario o la Obra poética de Rilke, ésta última una segunda edición del año 1.956 que había encontrado en un librero de viejo, debajo del elevado de la avenida Vollmer, por el irrisorio precio de 20 bolívares y que consideraba toda una joya.
Recogió del suelo un periódico que tenía fecha de una semana atrás. Decidió leerlo y, aunque Elena no era muy amante de la salsa, evocó una de las pocas canciones del género que le hacía querer bailar: “un periódico de ayer” de El Cantante de los Cantantes Héctor Lavoe. El diario reflejaba, en su mayoría, accidentes y muertes. Repentinamente entró en el área una de las más antiguas enfermeras del hospital, una de las veteranas pues y le dijo, Dra. – ¿usted puede hacerme un favor? Sí  –respondió Elena con la siempre buena disposición que tenía a la hora de ejercer su trabajo.
La enfermera le dijo que si podía ver a un paciente en la emergencia, que olía muy mal. Ella lo había bañado y, según le habían dicho, se trataba de que al paciente le olían mal los pies pero aún así continuaba el mal olor. Elena recordó la pestilencia que había percibido en la mañana. Se levantó y se fue con la enfermera.
En la camilla número dos, se encontraba un joven como de dieciocho años, su cabello estaba rapado, era blanco y muy alto. Sus pies sobresalían, con mucho, de la camilla y su cara, su cara exhibía un dolor profundo. Sólo tenía cubierta sus áreas más íntimas con un paño blanco.  Elena le preguntó su nombre y aunque acercó su oído derecho hacia la boca del joven no pudo entender lo que él decía. Su pulso era casi indetectable y un rápido examen le permitió palpar una crepitación en la parte baja de su abdomen y cuando se dispuso a ver el área genital,  Elena vio lo que nunca había visto después de haber ejercido durante más de veinte años su profesión.
Toda la región escrotal estaba muy aumentada de tamaño y presentaba signos de necrosis y la fetidez, a todas luces, provenía de allí. Llamó a las enfermeras. Hizo que le tomaran otra vía periférica y le colocaran una solución expansiva, pidió un equipo de cirugía menor y llamó, auténticamente irascible a su residente, preguntándole el por qué no le había informado de ese caso.
¿¡Era ese, acaso, el paciente de la “inflamación testicular” que él le había comentado en la mañana!? ¿¡Esto “era todo” lo que había!? El residente no atinaba a abrir la boca. Lucía perplejo e incapaz de articular palabra.  Resultaba obvio que a él le habían entregado la guardia y no había examinado al paciente. Probablemente todo era fruto de una lamentable cadena de excesiva confianza o de falta de preocupación, ¿quién sabe?  Aún así, Elena sabía que el cuadro que tenía el joven era de  varios días y que la consulta era excesivamente tardía.
Elena, ayudada por el residente realizó un lavado abdominal con la finalidad de detectar alguna lesión intestinal que hubiese sido pasada por alto. Pidió le fueran colocados de inmediato los antibióticos necesarios pero no había en el hospital. Ese “no hay” perverso, esas dos simples palabras que podían convertirse en determinantes en la vida de una persona, desde hacía bastante tiempo eran parte de la cotidianidad. Ojalá  sólo en su hospital pero no, ningún hospital público del país escapaba de ellas. Tuvo que optar por lo que había con independencia que lo que hubiera no tuviera ningún efecto teórico ante lo que debía ser una bacteria tremendamente agresiva que, literalmente, se estaba comiendo vivo a ese muchacho.  
Indicó que pasaran al paciente a quirófano no sin antes hacer contactos para trasladarlo, apenas lo operara,  a un hospital que contara con terapia intensiva. Mientras hablaba, mientras suplicaba, caminaba de un lado a otro. Gotas de sudor no sólo perlaban su rostro. Las mismas descendían por su pecho, por su espalda. Agotó el saldo de su teléfono y no había logrado obtener el compromiso de una cama para el paciente. Conseguir una ambulancia para trasladarlo hacia la capital era otra circunstancia con la que debería enfrentarse.
Elena se detuvo un instante. Se acercó al joven. Lo vio a la cara. Sí, ese rostro mostraba algo que había mirado muchas otras veces y experimentó un escalofrío. Se trataba de una faz que exhibían los pacientes muy cercanos a morir, donde ya no pedían nada, donde ya no querían decir nada pues se sabían ubicados en un límite que trasponía el de la vida habiendo entrado en una fase sin retorno hacia lo que llamábamos la muerte que era, en última instancia, una ausencia, una ausencia perenne. Esa era su experiencia, no obstante, no se desanimaba. Siempre había que luchar, hacer lo posible como si la pugna contra  la muerte fuese una batalla de nunca acabar, más en un muchacho.                                                                                       
Bajo éste ambiente de excitación, Elena preguntó por el familiar del joven, del cual ya sabía que se llamaba Daniel. Una mujer, que aparentaba cincuenta años  y cuyos ojos mostraban sendas ojeras se le acercó, identificándose como su mamá. Elena tomó las manos de aquella mujer y le dijo que debía operar a su hijo y que sus condiciones eran muy malas. 
Pero, ¿¡de qué me habla usted!? - gritó la mujer,  llorando, zafándose de sus manos. Si estoy esperando que mi  esposo nos venga a buscar, ya me lo dieron de alta, agitando en su mano los récipes que ya le habían dado.  A Elena, no le quedó más que reiterarle a aquella madre lo que debía hacer y el carácter grave del estado de salud de su hijo.
Daniel Salas era un joven de 22 años. Su madre lo había tenido muy joven con el primer amor de su vida, el cual, al saber que ella estaba embarazada,  se perdió del barrio donde vivían. Su madre tenía una franca preferencia por él. Ver a éste hijo era como ver a Erasmo que, a pesar de haberla abandonado, no había dejado de ocupar un lugar en su corazón.  Luego, la madre había tenido cuatro hijos más.
Daniel  había estudiado hasta  tercer año de bachillerato y desde niño ayudaba a su madre haciendo diversos trabajos callejeros. Desde pequeño fue un niño alto para su edad y le encantaba jugar básquetbol. Tenía unas espléndidas cejas, unos profundos ojos negros, unos hermosos dientes y una sonrisa preñada de ingenuidad lo que le confería cierto aire de infantilidad permanente. Nunca había sido muy enamoradizo aunque las muchachas lo buscaban con frecuencia  y él se dejaba querer.
Después que dejó el liceo, había estado trabajando a destajo en varias obras de construcción, ayudando a cargar sacos de cemento y a recoger escombros. Desde hacía cinco meses había conocido a una joven de un pueblo vecino y se sentía enamorado o al menos, sabía que lo que sentía era muy especial.  Dos veces por semana viajaba en autobús hasta El Río para visitarla. Se veían a escondidas pues el padre de ella se negaba a que sus hijas tuvieran alguna relación, sin dar mayores explicaciones. También tenía conductas muy agresivas, según contaba la muchacha.
Una semana antes de que Daniel ingresara al hospital, había visitado a su novia. Era domingo. Ella estaba sola en su  humilde casa y, bajo el ardor de los besos y las caricias, llegaron hasta el cuarto que la joven compartía con sus dos hermanas. Continuaron besándose y los dedos de ambos se recorrían con torpeza, sintiendo en sus pieles una emoción que no lograban definir. Sus suspiros se entremezclaban y Daniel le decía a Elvira al oído, mordiéndole la oreja, que se sentía feliz, que la amaba.
Hacer el amor fue una consecuencia natural aunque el miedo no estuvo ausente. Posterior al acto, primera experiencia para ambos y que los había dejado llenos de una dulcísima serenidad, se quedaron medio adormilados, abrazados, transpirando una ternura que ninguno de los dos pensó que pudiera experimentarse.
De pronto, escucharon un ruido, Daniel intentó levantarse. El padre de Elvira, arrastrando un fuerte olor a alcohol, entró en la habitación y cuando Daniel pudo reaccionar el hombre lo había agredido en la peor zona donde tal vez se puede agredir a un hombre. Se trató de una agresión salvaje, ruin. Daniel no recuerda bien cómo logró salir de aquella casa, apenas teniendo chance de agarrar su ropa tirada en el piso, mientras Elvira  intentaba cubrir su cuerpo con la sábana, presa de una mezcla de vergüenza y miedo. Suplicaba a su padre que parara ya. Un Daniel, pálido, sudoroso, adolorido, aún quiso que ella se fuera con él, temeroso de su integridad pero ella le contestó que no, que arreglaría las cosas.
Ese día, cuando Daniel llegó a su casa, fue directamente a su cuarto. Tenía un dolor intenso en diversas partes del cuerpo.  Se quitó la ropa, se acostó y se tapó hasta la cabeza. Se sentía avergonzado, terriblemente avergonzado.
Su madre, que trabajaba en una pequeña parcela que tenían adyacente a la humilde vivienda, regresó temprano pues la lluvia le había echado a perder los planes de siembra que tenía para ese día. Se dispuso a montar una olla de sopa de res. Y fue casi una hora después cuando se dio cuenta que Daniel estaba en su cuarto. Le pareció extraño pues él le había dicho que ese día tenía bastante trabajo en la obra.
La mujer se acercó a su hijo y suavemente le destapó la cara. Vio un morado en la mejilla derecha del joven, se alarmó y lo despertó. Daniel, Daniel hijo, ¿qué te pasó? – dijo. Daniel, medio somnoliento, abrió los ojos y le respondió a su madre que estaba cansado y que quería dormir un poco y que luego iría a trabajar. La madre, salió del cuarto preocupada pero se dijo que después hablarían.
En la vieja cocina de gas, ya hervía el agua en la olla. La madre puso una buena cantidad de costillas de res, agregando sal al gusto.  Al rato le puso cebolla, ají dulce y cebollín, bastante, como le gustaba a su esposo y a sus hijos. Peló el ñame, el apio, el ocumo, la yuca, la auyama y papas. Buscó en la vieja nevera tres jojotos, le quitó las hojas y las barbas y los cortó en varios pedazos.
Mientras realizaba lo que para ella era un acto cotidiano volvió a pensar en qué habría podido ocurrirle a Daniel.  Sabía que su hijo era tranquilo, que no era un busca pleito, que bebía poco y que se había enamorado de una joven en El Río. Él mismo se lo había contado y ella le había dicho que respetara a la muchacha. Que fuese serio con ella.
 La madre poseía una inteligencia natural, comprendía que no ganaba nada con hablarle a Daniel mal de su papá, todo lo contrario, que lo que podría era hacerle daño. Desde pequeño ella le había contado lo sucedido  con su padre. Quería que su hijo fuese distinto a Erasmo y le narró la historia sin una pizca de sin sabor pues al final resaltaba que allí estaba él, un hijo bueno y que él era lo mejor que le había ocurrido en el mundo.
Dos horas después, Daniel entró en la cocina. Se había bañado. Sé sentó en una de las sillas del pequeño juego de comedor de pantry que tenían. No habló. Su madre le sirvió un gran plato de sopa que olía deliciosa. Tenía la esperanza de que fuese lo que fuese que le ocurriera a Daniel, la sopa lo mejoraría.
Para su sorpresa, Daniel comió poco, se levantó, haciendo un gran esfuerzo, intentando disimular una mueca de dolor que su madre no pasó por alto. Pero mijo, ¿qué te pasa? – dijo, angustiada. Nada mamá, me voy para la construcción – expresó  Daniel, sin levantar la mirada. Salió lentamente y ya en la puerta gritó – ¡la bendición mamá! La madre dijo – ¡Dios te bendiga mijo!, ¡cuídese!, ¡cuídese mucho! Ah, mijo y ¿¡ese golpe que tiene en la cara!? Pero ya Daniel se había ido. La madre, llena de ansiedad, se dirigió a su cuarto, tomó una velita y la encendió ante San Agustín, santo al que profesaba gran fervor, desde que de niña había trabajado como sirvienta en casa de una familia martiniqueña devota del Santo negro, del santo africano.
Daniel se fue a la construcción, ésta vez no se había ido caminando como acostumbraba sino que esperó una destartalada camionetica que a veces pasaba por allí. Tenía un fuerte dolor en la espalda y entre sus piernas. Aún así, no pensó, en ningún momento acudir a un hospital para que lo vieran. Mientras esperaba, se recostó de un viejo roso blanco a orillas de la carretera.
Buscaba relajar su cuerpo y la sombra que lo protegiera de las inclemencias del Sol. Espasmódicamente, pasaban carros a gran velocidad levantando una polvareda que sentía penetraba por todo su cuerpo. Minutos después y abstraído de todo lo que lo rodeaba, los pensamientos de Daniel viajaron hacia Elvira, hacia su suave y oscura piel, hacia sus gruesos y tersos labios, hacia los senos más hermosos que jamás pensó ver, hacia la sensación de alegría y bienestar que sentía desde la primera vez que la vio bañándose con unas amigas en el río Terco, cercano a la población de El Río donde él había ido en compañía de su padrastro a reparar un camión accidentado.
Su padrastro era mecánico y había querido que Daniel lo fuera pero él no mostraba aptitudes para ello. Sin escalas, pasó a preguntarse cómo estaría ella, si su padre la habría golpeado también para, finalmente, evocar la cara del padre furioso quien, provisto de un palo lo golpeaba una y otra vez, diciendo  un sinfín de groserías y, el primer golpe certero sobre sus granos. El dolor agudo, intenso, prolongado que, lo paralizó.
¡Corre, corre Daniel! Fue el grito de Elvira, ya transformado en clamor, lo que lo hizo sobreponerse a ese dolor físico que por más que lograra adjetivar siempre se quedaría corto en su descripción. Por otro lado estaba, el golpe a su hombría. Se sentía presa de una gran humillación.                                                         
Al rato y para suerte de Daniel llegó la camionetica aunque tuvo que ir agachado pues no había puestos libres. El dolor se acrecentó y pensó que no podría bajarse. Al llegar,  su mejor amigo, José, quien trabajaba con él, se le acercó preguntándole que por qué había llegado tarde, que el capataz de la obra estaba molesto pero,  al ver el rostro de su amigo, pasó a preguntarle qué le ocurría. Daniel le contó lo sucedido y ese día José trabajó doble para cubrirlo. Tenía la esperanza de que Daniel se recuperara pronto. Experimentó mucha rabia por lo que Daniel le había contado. Se conocían desde niños y lo sabía serio y responsable. Confiaba en que  lo sucedido  quedara pronto en el olvido.
Daniel intentaba hacer alguna que otra cosa. No obstante, no dejaba de pensar en cómo estaría Elvira. La quería, sí, estaba seguro que la quería y no dejaría que la agresión del padre lo alejara de ella.
Daniel regresó por la noche a su casa. Venía con José quien lo sostenía por los brazos. Habían pasado por un bar cercano y Daniel se había gastado todo el dinero de la paga diaria en un sin número de cervezas. La madre, quien tenía rato esperándolo, se sorprendió de verlo en ese estado. Nunca había visto a Daniel bebido. José lo acompañó hasta su cuarto y entre él y su madre lo desvistieron.
La madre pegó un alarido al ver un gran hematoma en la región sacra y en la entrepierna. ¡Pero José!, ¿qué le pasó a Daniel?  – espetó con gran alarma. José sin saber bien qué decir pero conociendo como conocía a Daniel, estaba seguro que no le había contado nada a su madre, así, tan sólo atinó a mencionar que Daniel se había caído por una bajada cuando llevaba un saco de cemento sobre los hombros. Se había caído de nalgas.
La madre buscó de inmediato el frasco de pez rubia que acostumbraba a colocar sobre cualquiera de los golpes que se daban sus hijos. Intuitivamente rezó. Daniel se dejó hacer pues a esas alturas dormía profundamente.
A la mañana siguiente, la madre ni dejó que Daniel se levantara de la cama. Le reclamó por qué no le había dicho lo de la caída para ella ponerle remedio. Que esos golpes a la larga hacían daño  y él estaba muy joven.  Le llevó dos buenas arepas a la cama con huevos revueltos y una taza de café con leche. Daniel no tenía apetito pero no quería preocupar a su madre y la historia de la caída, aunque ignoraba de dónde su madre la había sacado, pensó que era lo mejor, que creyera que eso era lo que había pasado.
Comió ante la mirada vigilante y poco después se volvió a quedar dormido. No quería pensar, no quería recordar. Nunca antes había pasado por algo como aquello y en su ser hombre se sentía injuriado, aún así, pensaba que el padre de Elvira tenía derecho a molestarse y pedirle explicaciones. Él se las hubiera dado e incluso le hubiera reafirmado que no jugaba con su hija, que la quería y que le respondería siempre.
A la mañana siguiente, Daniel se quedó en su cama. Creyó haber soñado: estaba en un parque de diversiones donde no había más nadie. Los variados aparatos lucían desgastados, oxidados, en especial un tiovivo. Todas las cabezas de las figuras de animales que lo conformaban estaban arrancadas pero el tiovivo giraba y giraba, emitiendo una conocida canción infantil.
 Caminaba de un lado a otro, huía de algo que no lograba precisar. Súbitamente se topó con un grupo de palomas arreboladas en el piso. ¿Qué comían? –se preguntó. Al acercarse, vio en el centro del grupo a un pequeño gato negro muerto, ya casi no tenía vísceras y las cuencas de los ojos estaban vacías. Supo que había hecho algo malo. Luego se vio en la autopista Guarenas- Petare. Iba a hacer una diligencia en Caracas. Justo en el puente, en sentido contrario y por la acera, vio caminar a diez perros Doberman, en fila india, lo miraban con tristeza. Parecían unos robots...
Cerca del amanecer se había despertado con la incertidumbre del sueño y una sensación punzante en la espalda y los genitales.  Sintió muchos escalofríos que lo hicieron tiritar llenándolo de ansiedad. Tuvo ganas de orinar. Sé paró con gran esfuerzo, fue al baño, sigiloso pues, no quería despertar a nadie. Al intentar orinar, se dio cuenta que no podía y al pujar, sintió como si le estuvieran metiendo una cabilla caliente por el pene. Aún así, logró orinar unos pocos cc. La orina estaba teñida con finos hilos de sangre y escasos coágulos.
Regresó a la cama y allí no pudo evitar llorar. Unas lágrimas calientes brotaban de sus ojos sin cesar y le nublaban la vista. A pesar de ello, las imágenes del placer que había vivido con Elvira y por otra parte las de la agresión sufrida se mezclaban como flashes convulsos en su cabeza. Jamás pensó que alguien pudiera haberlo golpearlo así. Quería a Elvira y pensó en ser serio con ella. Formar un hogar a pesar del poco tiempo que tenían conociéndose.
 Impregnado de éstos recuerdos, Daniel se sobresaltó al ver a su madre junto a él, preguntándole cómo había pasado la noche. Respondió que mejor pero su madre le puso una mano en la frente. Mijo pero tú tienes fiebre, estás ardiendo - aseguró la mujer con la experiencia que daba el  haber lidiado a cinco hijos. Por otra parte, ellos vivían en un caserío y no tenían médicos cerca así que la madre no sólo era madre, mujer, ama de casa, sino también el médico de sus hijos.
 La madre regresó a la cocina y luego se dirigió al pequeño jardín donde tenía sembrado todas las matas que usaba en su medicina casera y que hasta ahora le habían dado resultado. Arrancó unas hojas de llantén, las lavó, las untó con aceite de comer y tomó el infaltable frasco de pez rubia que acostumbraba a diluir en aguardiente y se dirigió al cuarto del hijo.
 Le puso las hojas de llantén sobre la frente que ya ardía sin ningún escrúpulo y, sin preguntar, levantó la sábana blanca humedecida que lo cubría. Apenas tuvo tiempo para reprimir  un grito cuando vio las partes de su hijo muy enrojecidas.  Mijo ¿esto fue de la caída? Sí, mamá, contestó Daniel, aguantando  el rubor de que su madre lo viera desnudo pero ya ni tenía fuerzas para oponerse.
La madre le puso unos pañitos embebidos de pez rubia sobre el escroto y Daniel sintió alivio, como una especie de frescor que mitigaba el dolor que sentía. Mijo, hay que llevarte a un médico. No mamá, con lo que usted me ponga  mejoraré. Está bien mijo, pero si de aquí a mañana no alivia lo llevaremos a un hospital para que lo pongan bueno.
Transcurrieron dos días más en los cuales había sido imposible sacar a Daniel de la casa. La madre esperaba a que un vecino consiguiera una camioneta pick up que le habían prometido para hacerle el favor de llevarlos al hospital más cercano. Sólo a las diez de la noche de ese día pudieron llevarlo. Sacarlo de la casa fue un suplicio pues por donde intentaban levantarlo, hacía que Daniel frunciera la cara transluciendo un gran dolor, aunque no dijera nada, aunque no se quejara.  El dolor físico que sentía en sus testículos se le había atenuado, es más, ya casi ni los sentía pero la fiebre no había bajado en ningún momento.
Daniel Salas, de 22 años, ingresó a la emergencia del Hospital Santaella a las 12 pm. Fue atendido por el  médico residente quien, ese día, realizaba su primera guardia. Daniel llegó a emitir bajo una débil voz, casi susurrante, que le dolía un poco los testículos y que tenía fiebre. El médico  le indicó un analgésico y decidió dejarlo esa noche mientras le hacían los exámenes de laboratorio.
La emergencia del Santaella bullía. Después de que el residente escribiera las indicaciones sobre Daniel, llegaron, sucesivamente,  tres  pacientes heridos de bala que ameritaron ser intervenidos quirúrgicamente. Era viernes. Los viernes siempre era así. Aumentaban como la espuma de una cerveza batida los pacientes heridos, los accidentes de tránsito, las peleas callejeras. El olor emitido de las bocas de muchos pacientes también era un olor típico, el de las personas que habían ingerido ingentes cantidades de bebidas alcohólicas.
El médico residente y el cirujano de guardia salieron cerca de la siete de la mañana  del quirófano y, el primero, agotado, apenas fue a la emergencia y entregó el único caso  pendiente al residente entrante el cual asumió que Daniel tenía  una orquitis y que sólo debia ponerle tratamiento y darlo de  alta.
Eran ya las cuatro de la tarde cuando la Dra. Elena Ruiz, apoyo el bisturí sobre el escroto de Daniel. Un chorro de pus, fétido, verdoso, salió.  Introdujo su dedo índice para bordear  unos testículos parcialmente fracturados  obteniendo más pus, coágulos y material necrótico.  Empezó a lavar con abundante solución salina.  En ese instante, el anestesiólogo le informó que el paciente no tenía tensión arterial.
Ella pidió que hiciera lo imposible por restablecérsela y que de allí el paciente sería trasladado a una unidad de terapia intensiva  -ignoraba dónde podría conseguirle un cupo-  única opción real de ofrecerle al joven una posibilidad de vivir. 
Obtener un cupo en terapia intensiva  en un hospital público se había convertido, desde hacía muchísimo tiempo, en algo cuesta arriba, casi en un acto de magia.
 Después de un lavado exhaustivo, Elena colocó dos drenajes y cerró laxamente la incisión. Sabía que de sobrevivir a ese estado de sepsis, el joven ameritaría varias limpiezas quirúrgicas, sino era que uno o sus dos restos de testículos debían ser extirpados más temprano que tarde.
 En un estado de hipotensión severa, el joven fue llevado al área de recuperación. El anestesiólogo le dejó colocado el tubo endotraqueal en vista de su condición tan inestable. Elena salió del quirófano, habló con la madre de Daniel. Además de la madre, en la sala de espera –la que no era más que un pasillo-  habían  varias personas más. Una joven trigueña, de contextura gruesa, se les acercó y escuchó lo que Elena le decía a la madre. Ésta comenzó a llorar presa de una gran desesperación y la joven bajó la cabeza. Elena le preguntó si era hermana de Daniel. Ella respondió, irradiando una gran tristeza que era su novia. ¡Fue mi papá!, ¡fue mi papá! –agregó la joven. Elena dijo, llevándosela aparte  –a ver dime qué ocurrió con Daniel.
 Ella le narró todo lo que había acaecido el día que Dani fue a su casa y lo que su papá le había hecho. ¿Sabe usted? ¡Y es que si mi papá fuera un santo! Pero no. Aparte de mis dos hermanas y yo, tiene otros nueve hijos en tres mujeres distintas. - ¿¡Qué moral tiene!? - ¿¡Con qué derecho le hizo esto a Daniel!?  -No, no era justo. Si Daniel muere, ¡yo misma lo denunciaré! , vociferaba la joven sin pausas.
Sólo hasta ese día,  Elvira  se había podido comunicar con un amigo de Dani –José- quien le dijo que estaba en el hospital. Ella se había escapado de su casa y no sabía bien cómo había llegado hasta allí. La Dra. Ruiz le dijo que más tarde hablarían pero que las condiciones de Daniel eran gravísimas. El llanto de la joven aumentó.
La Dra. Ruiz subió a la residencia médica. Necesitaba darse un baño, fumarse un cigarrillo y regresar a recuperación. Experimentó una profunda rabia por lo que la joven le había narrado. Rabia, angustia, tristeza. Justo en el momento que puso la mano para girar el pomo de la puerta de su cuarto, una de las camareras le dijo que la necesitaban urgente en pabellón. Elena dio vuelta en redondo y echó a correr.
Cuando llegó a recuperación le informaron que Daniel acababa de morir. No había recuperado la consciencia. Por vez primera, la Dra. Elena Ruiz se quedó sin palabras. Miró los ojos abiertos del joven. Se los cerró con suavidad. Inició una oración íntima por el descanso de su alma. Las lágrimas acudieron a sus ojos como ríos  pero se contuvo.
 Sus sentimientos eran encontrados entre el dolor de la muerte de un joven que prácticamente comenzaba a vivir y por el otro,  la bestialidad de un hombre, craso ignorante a quien no se le ocurrió mejor forma de ponerle freno al impulso sexual tanto de su hija como de Daniel de la manera más brutal posible.  Le había destrozado los testículos. Por otra parte, la vergüenza, el pudor del joven, lo había inhibido para buscar ayuda y haber impedido que llegara a ese estado donde no había vuelta atrás. Efectivamente, no había habido vuelta atrás.
A la mañana siguiente, Elena se despertó súbitamente. Su corazón latía con premura. Estaba bañada en sudor. Su primer pensamiento fue para Daniel Salas, aún así, no pudo evitar pensar que a Dios gracias, su guardia había concluido. Era hora de retornar a su casa. Se levantó, se aseó. Recogió el bolso que acostumbraba traer a sus guardias y, con lentitud empezó a meter sus cosas.
Vio el libro de Tanizaqui, el de la McCullers, el de Rilke. Todos habían sido ese día acompañantes silenciosos, aún así, acompañantes al fin y al cabo en ese diario batallar. Pensó en su gusto por la literatura y reflexionó sobre algo que había escuchado decir hacía poco. Sobre el hecho de que la literatura era una representación de la realidad o que era una explicación de ésta o algo parecido. No logró entender bien lo que, en primera instancia le pareció un juego de palabras…Tomó su bolso y salió de la habitación. Caminaba con lentitud. Sí, se sentía abatida.
 Pasó por su servicio y saludó a las enfermeras que tomaron el turno de las siete. ¿Cómo amanece Dra.? –dijo Juanita, la enfermera graduada que, pese a su juventud mostraba gran experiencia y dedicación por su trabajo. Aquí, Juana, algo estropeada –respondió Elena. Juanita no necesitó decir ni oír más, se levantó y acompañó a Elena a ver a los pacientes hospitalizados y se despidieron con un abrazo.
Con el bolso a cuestas, emprendió el camino de salida. La claridad de la mañana la sorprendió. Antes de llegar a la parada de carritos, se detuvo a tomar un café en uno de los  quioscos que rodeaban al hospital. Mientras saboreaba el humeante marrón oscuro, escuchó una música cercana, a todo volumen, y recordó, paradójicamente, a Daniel muerto. Deseó poder quitarse al joven de su pensamiento. Y no sólo a él sino a toda esa historia que tenía un tinte terrorífico y era, a su pesar, una historia real.
Se detuvo en la parada de carritos. Tenía que ir hasta el Terminal para luego continuar rumbo a Caracas. Mientras esperaba, vio entrar una furgoneta al hospital. Con seguridad vendría a recoger el cadáver del muchacho, a cerrar la última página de una vida cuyo desarrollo se cortó por adelantado. En verdad, ella también quería pasar la página.
Llegó un camionetica, bastante destartalada. Casi todas las que prestaban su servicio allí estaban en malas condiciones. Subió y se sentó. Sacó de su cartera el dinero para pagar el pasaje pues el trayecto de allí al Terminal era bastante corto. En menos de diez minutos había llegado. Se montó en la buseta de turno, se puso lo más cómoda que pudo y decidió leer un rato.
Un vallenato de un tal Celedón, según entendió por la conversa que mantenía su vecino con otro de al lado, rompía sin piedad el aire ya viciado dentro de  la buseta. Cerró el libro de McCullers. Dudaba que pudiese leerlo en un escenario como el que la rodeaba. El calor era insoportable.
Cerró los ojos y se recostó en su asiento. Dormiría desde allí hasta Caracas. Poco a poco la fue envolviendo un sueño ligero e inmersa en una especie de irrealidad,  tuvo frente a sí la cara de Daniel envuelta en un vapor frío como el que expide el hielo seco que contienen los carritos de helados. Esta vez, la imagen del joven no era de dolor. Sonreía, sí, Daniel sonreía.
Abrió los ojos. Sé secó el sudor de su frente con la mano. ¿Qué significaría esa visión? ¿Esa imagen incoherente ante lo vivido horas antes?  Pero verlo sonriendo  atenuaba su abatimiento. Imaginó una historia con un final distinto. A un Daniel superando la gravedad, con los órganos, que le conferían virilidad, sanos y continuando una vida con las peripecias que a cada quien le tocaba vivir. Sí, era lo que imaginaba y la retuvo allí  todo lo que pudo.
Volvió a la realidad manida, en ocasiones inasible e inexpresable. Pensó que en algún momento escribiría esa historia como parte de su experiencia que más que profesional era de vida.
Diez años después de haber ocurrido los hechos antes narrados, Elena Ruiz escribió la historia de Daniel. Sé percató que hay relatos que no pueden cambiarse, historias atrapadas en una realidad que no pueden maquillarse, dibujarse o desdibujarse ni con témpera escolar. Tampoco añadirle escarcha multicolor, lo que equivaldría a colocarle una guinda a una torta podrida. Podridas mentiras –pensó. La paradoja del Daniel sonriente no sé quedó en el olvido. Apareció como aquella vez. Ahora, su aparición si tuvo una explicación que la satisfizo y no paró de escribir.


Caracas, 10 de agosto de 2011.

No hay comentarios:

Publicar un comentario