"Tal vez nada sucede una vez y termina. Quizás el acaecer no es único; sino que, como las ondulaciones del agua cuando se ha hundido la piedra, avanza, se extiende, y la charca está unida por un angosto cordón umbilical de agua a otra charca próxima a la cual alimenta y alimentó. Si la segunda charca contiene agua a diversa temperatura, un conjunto molecular de cosas vistas, sentidas, recordadas, y refleja el cielo infinito e inmutable en un tono diverso, no importa: el eco acuoso de la piedra que ni siquiera vio, se mueve sobre su superficie siguiendo la misma ondulación, el mismo ritmo antiguo e indeleble."
William Faulkner en ¡Absalón, absalón!
Fondo abstracto de rejilla metálica de nido de abeja
El sentimiento, desbordado en cataratas anónimas, se dio hace muchos años. No preciso edad pero en la adolescencia era.
La madre se hallaba en aquella
ruinosa cama de hospital en San Martín. Pocas horas antes había percibido el
espacio cuadrado, frío, muy frío. Esto lo supe años después inmersa en la
cotidianidad del espacio que oscilaba en un cuadrado rectángulo frío, muy frío,
a veces caliente por desidia.
También el momento en que su
cuerpo desnudo, cubierto por una sábana verde, era manipulado, pinchado. Rezaba, de eso estoy seguro. Se
encomendaba y si pidió protección para ella sólo fue porque en el horizonte
veía amorosamente el trébol de 8 hojas. Espécimen que no era extraño hallar cuando
se adicionaba uno de cuatro con otro de cuatro. Ella hizo la labor, no se con
cuánto encanto pero representaba lo mejor, una obra magnífica, un sino conocido
de antemano.
Su rostro exhibía un dolor menor del
que, con seguridad, experimentaba. Por mucho
tiempo fue sufriente pero no sufrida.
Me tocó hacerle compañía, cuidarla,
estar a la espera de su dolor para buscar alivio inmediato, cubrir las necesidades para quien se hallaba
en indefensión. Sentado en aquella silla, no menos ruinosa, deseaba que
mejorara pronto y si no me levanté para tomar su mano, la derecha pues yo
estaba del lado derecho, fue porque las cucarachas pululaban por el suelo de
granito que, a decir verdad, lucía
limpio, aunque la presencia multitudinaria del insecto mundial nos podría hacer
pensar distinto. Tal vez, si alguno de ellos osaba acercársele tendría yo el valor de convertirme en
combatiente digno.
¿Habría sido un combatiente
digno?
Ella me veía con ternura. No hablaba
por aquello de que los pacientes recién operados no podían hablar para evitar
que sus intestinos se llenaran de gases y evitar así los seguros dolores en
marea, desagradables, que justo iban a posarse como búho somnoliento en la zona
donde la piel hubiera sido incidida.
Yo apenas miraba hacia el pasillo ya
en penumbras. En parte se veía un largo escritorio donde unas tablas metálicas
eran manipuladas por una enfermera. Detrás de ella una especie de archivador
vertical. De tanto en tanto se oían ruidos metálicos, voces, algún cuchicheo.
Lentamente, aquellas expresiones de la presencia humana, luego supe que los gatos no eran entes
extraños a un hospital, fueron disminuyendo.
Volví a mirarla a ella. Su cabeza estaba derecha y
sus párpados estaban cerrados pero los pliegues de su boca estaban en una
disposición que expresaban una falta de relajación, una tensión inconsciente,
entonces, me acerqué sin duda. Tienes dolor –pregunté con suavidad y me prendé
de su mano como si era yo quien la
necesitaba y no ella a mí. Siempre había sido así. El calor, el cariño, el apoyo.
Cuando somos niños o adolescentes, ¿quién sabe si hasta de mayor edad? pensamos
que la madre siempre sabe qué hacer.
Durante mucho tiempo lo pensamos.
Dijo que no tenía dolor y que
ella se arrimaría para que yo me acostara a su lado. Dije no, estoy bien y,
acompañando a las palabras me ubiqué en un extremo de la cama, cuidando de no
lastimarla. Un pequeño espacio, un gran calor. De inmediato me quedé dormido.
Ese calor. Esa serenidad…
A la mañana siguiente me hicieron
salir del cuarto pues el médico vendría a verla. Cuando aquel hombre, no muy
alto, de aspecto fuerte, de tez blanca con los cabellos más negros que jamás
hubiera visto e infundado dentro de una
bata larga, blanquísima, entró supe que él era quien la había ayudado, quien la
había operado aunque no sabía yo de qué. En aquellos tiempos esas cosas, como
muchas otras no se comentaban a los niños.
La orden era escuchar qué le
decían, cómo estaba. Mi madre preguntó, en pocas palabras: ¿ya no me vendrá la
regla doctor? Yo no sabía a cuál regla se refería ella. Nunca le había visto ninguna.
Sólo aquellas que utilizábamos para hacer las tareas del colegio.
Él respondió: no, te sacamos la
matriz.
Matriz, origen, recipiente, nido,
cobijo, desarrollo, inicio, comienzo, vida.
Ese día, al regresar a casa, me
dirigí sin pausa, a buscar el pequeño Larousse ilustrado. Por la M, matriz. A mi
madre le habían sacado la matriz, sinónimo de útero. Mencionaban su función.
La oquedad: mi primer
nido había desaparecido.
Caracas, 8 de septiembre de 2011.
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