jueves, 8 de septiembre de 2011

EL PRIMER NIDO


"Tal vez nada sucede una vez y termina. Quizás el acaecer no es único; sino que, como las ondulaciones del agua cuando se ha hundido la piedra, avanza, se extiende, y la charca está unida por un angosto cordón umbilical de agua a otra charca próxima a la cual alimenta y alimentó. Si la segunda charca contiene agua a diversa temperatura, un conjunto molecular de cosas vistas, sentidas, recordadas, y refleja el cielo infinito e inmutable en un tono diverso, no importa: el eco acuoso de la piedra que ni siquiera vio, se mueve sobre su superficie siguiendo la misma ondulación, el mismo ritmo antiguo e indeleble."
                                                                                        William Faulkner en ¡Absalón, absalón!


                                                     
                                                          Fondo abstracto de rejilla metálica de nido de abeja


El sentimiento, desbordado en cataratas  anónimas, se dio hace muchos años. No preciso edad pero en la adolescencia era.

La madre se hallaba en aquella ruinosa cama de hospital en San Martín. Pocas horas antes había percibido el espacio cuadrado, frío, muy frío. Esto lo supe años después inmersa en la cotidianidad del espacio que oscilaba en un cuadrado rectángulo frío, muy frío, a veces caliente por  desidia.

También el momento en que su cuerpo desnudo, cubierto por una sábana verde, era manipulado,  pinchado. Rezaba, de eso estoy seguro. Se encomendaba y si pidió protección para ella sólo fue porque en el horizonte veía amorosamente el trébol de 8 hojas. Espécimen que no era extraño hallar cuando se adicionaba uno de cuatro con otro de cuatro. Ella hizo la labor, no se con cuánto encanto pero representaba lo mejor, una obra magnífica, un sino conocido de antemano.

Su rostro exhibía un dolor menor del que, con seguridad, experimentaba.  Por mucho tiempo fue sufriente pero no sufrida.

Me tocó hacerle compañía, cuidarla, estar a la espera de su dolor para buscar alivio inmediato,  cubrir las necesidades para quien se hallaba en indefensión. Sentado en aquella silla, no menos ruinosa, deseaba que mejorara pronto y si no me levanté para tomar su mano, la derecha pues yo estaba del lado derecho, fue porque las cucarachas pululaban por el suelo de granito que,  a decir verdad, lucía limpio, aunque la presencia multitudinaria del insecto mundial nos podría hacer pensar distinto. Tal vez, si alguno de ellos osaba acercársele  tendría yo el valor de convertirme en combatiente digno.

¿Habría sido un combatiente digno?

Ella me veía con ternura. No hablaba por aquello de que los pacientes recién operados no podían hablar para evitar que sus intestinos se llenaran de gases y evitar así los seguros dolores en marea, desagradables, que justo iban a posarse como búho somnoliento en la zona donde la piel hubiera sido incidida.

Yo apenas miraba hacia el pasillo ya en penumbras. En parte se veía un largo escritorio donde unas tablas metálicas eran manipuladas por una enfermera. Detrás de ella una especie de archivador vertical. De tanto en tanto se oían ruidos metálicos, voces, algún cuchicheo. Lentamente, aquellas expresiones de la presencia humana,  luego supe que los gatos no eran entes extraños a un hospital, fueron disminuyendo.

Volví  a mirarla a ella. Su cabeza estaba derecha y sus párpados estaban cerrados pero los pliegues de su boca estaban en una disposición que expresaban una falta de relajación, una tensión inconsciente, entonces, me acerqué sin duda. Tienes dolor –pregunté con suavidad y me prendé de su mano como  si era yo quien la necesitaba y no ella a mí. Siempre había sido así. El calor, el cariño, el apoyo. Cuando somos niños o adolescentes, ¿quién sabe si hasta de mayor edad? pensamos que la madre siempre sabe qué hacer. 

Durante mucho tiempo lo pensamos.

Dijo que no tenía dolor y que ella se arrimaría para que yo me acostara a su lado. Dije no, estoy bien y, acompañando a las palabras me ubiqué en un extremo de la cama, cuidando de no lastimarla. Un pequeño espacio, un gran calor. De inmediato me quedé dormido. Ese calor. Esa serenidad…

A la mañana siguiente me hicieron salir del cuarto pues el médico vendría a verla. Cuando aquel hombre, no muy alto, de aspecto fuerte, de tez blanca con los cabellos más negros que jamás hubiera visto  e infundado dentro de una bata larga, blanquísima, entró supe que él era quien la había ayudado, quien la había operado aunque no sabía yo de qué. En aquellos tiempos esas cosas, como muchas otras no se comentaban a los niños.

La orden era escuchar qué le decían, cómo estaba. Mi madre preguntó, en pocas palabras: ¿ya no me vendrá la regla doctor? Yo no sabía a cuál regla se refería ella. Nunca le había visto ninguna. Sólo aquellas que utilizábamos para hacer las tareas del colegio.

Él respondió: no, te sacamos la matriz.

Matriz, origen, recipiente, nido, cobijo, desarrollo, inicio, comienzo, vida. 

Ese día, al regresar a casa, me dirigí sin pausa, a buscar el pequeño Larousse ilustrado. Por la M, matriz. A mi madre le habían sacado la matriz, sinónimo de útero. Mencionaban su función.

La oquedad: mi primer nido había desaparecido.




Caracas, 8 de septiembre de 2011.

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