martes, 13 de septiembre de 2011

EL PASAJERO-FORASTERO

 
                                                                                Sombra reflejada. Charco Burial.
      
                                                 La vida no es un caballo para hacerla avanzar a latigazos
                                                                                                 L.K.
                                               “Para que un sombrero pudiera penetrar en mi   testa,
                                    decidieron cortarme las dos orejas.” Lezama Lima

                                          
                                     "Las acciones de los hombres son las mejores intérpretes
                                       de sus pensamientos." James Joyce

                                                                                                                    



El pasajero  se bajó.

Género insustancial, edad perdida tras un artilugio desconocido, relaciones dormidas en un limbo degenerado.

El espacio le era desconocido.

Su boleto había sido comprado inconsultamente. No se trataba de hacer reclamos pero la experiencia le había dejado un mal sabor. Recordaba una gran diversidad, tamaños, colores, circunstancias, claroscuros y miradas. La de un perro perdido parecido a un poodle,  de eso sí estaba seguro  pues hacía muchísimo había tenido uno que, en una noche ceremoniosa, de un supuesto contento abierto al futuro, frutas pequeñas, carnosas y moradas, una sustancia espumosa, contactos, fuegos dirigidos al cenit, se alejó de las miradas, el recorrido de espacios, la voz insistente que requería su presencia pero ya no, ya no lo había vuelto a ver. El mejor amigo era algo más grande, entre blanco y marrón, su pelo enredado y como si una tormenta de barro lo envolvió en  algún túnel secreto. Su mirada, sus ojos marrones claros que transmitían una angustia que desespera, desespera por no saber atenuar.

El paisaje era extraño. Una planicie inmensa con hierbas amarillentas y de una resequedad como papel barato. Luminosidad extendida, hiriente, minúsculas cenizas danzaban enloquecidas. Lo sabía porque el coro no le resultaba ajeno. Evocó un libro y una película, La Carretera de MacCarthy. Era pura ficción, explicaron los entendidos para evitar alegorías apocalípticas. El escritor que no escribidor ni abrió la boca, como siempre. Era un defensor, a ultranza, de la libertad de interpretación. La mentira, ese  no es que es pues ahora sus propios ojos lo contemplaban  no sólo como ex pasajero sino como testigo solitario sentado en primera fila.

Había dejado atrás lo que imaginaba era el infierno pero, de pronto, oleadas angustiosas como flashes iridiscentes, lo tomaban: “los niños”. Intentó decirse mis niños. Era infructuoso pero sabía que allí había un nudo doliente; “el amor”. Intentó decirse mi amor. Sintió un súbito dolor en la nuca. Un golpe seco, violento, inmerecido, a traición. Refulgió: “abismar”…ABISMAR, ABISMO, ABISMANTE, VACÍO, VACIEDAD, VACIADO…

El antiguo pasajero miró alrededor, levantó sus manos como quien intenta defenderse pero ya no podía. El golpe que le fue dado, fue recibido. Sintió sobre su atlas cristales molidos como escribió y cantó el Silvio insular. Esperó, experiencia  inexpresable, contraria a la quietud como pudiera pensarse o plasmarse en algún refrán anochecido.  En ella, la piel, de multitudinarios poros veía,  los dedos incansables olían el desecho de las entrañas que más temprano que tarde viajaban por un túnel siberiano o integrado a la tierra maltrecha. La opción de los anélidos - que no era tal- a todos estaba reservada. Las acciones del sabor describirlas no tenía sentido, era un mal sabor perenne.
Faltaba  el órgano directriz que, recíprocamente se relacionaba con los anteriores. Aquí todos eran indispensables.  Decir que nadie –el homínido-  lo era, idea sin basamento.  Pero, las excepciones, así como el malentendido, el sobreentendido, a veces, el silencio  constituían una formidable tetralogía, que no de Fallot.

La urna que lo acunaba –al extremo más cercano a eso llamado cielo-  no era de pithecolobium saman, no. Células entrelazadas, de tanto amor, formaban un material resistente. Resistente, según las circunstancias, hasta a las ideas. Ese órgano era el integrador, el sintetizador, en fin, agrupaba todas las funciones de un moderno aparato de sonido.

Recordó el ex forastero una vivencia, ligada al amor fútil. De inmediato, se recriminó la palabra  pues ningún amor que así hubiésemos llamado podía ser fútil.  Ni por mucho que el escribidor, “experto” en el área de eso que llaman poesía fuera el máximo representante del realismo sucio. La vida era tan extraña que hasta enigmas vulgares pasaban por poesía y hasta había gente que recibía premios por ello. No, ni agachado podía pasar ante el juego de  mesa donde cuatro compadres que aunque no hubieran sido, eran porque la alegría jacarandosa y un rescoldo de solidaridad lo determinaba. La vez que vio a un minúsculo animal, serviría escribir animalillo para abreviar y resulta que nada queda abreviado. Como a los caballos que en las novelas de MacCarthy los protagonistas hacían abrevar  en un río que con frecuencia era de cauce miserable. Siempre se había preguntado el forastero por qué MacCarthy no hallaba un río caudaloso para que el cuadrúpedo servidor  se satisficiese a sus anchas y hasta un merecido baño pudiera darse. Lo cierto era que el ex forastero vio las patas, las  alas y hasta los aterrorizados ojos y a él, precisamente a él, lo miraron. Las patas embadurnadas en aquella pasta  ambarina se habían petrificado ya. El ex forastero sintió lástima y no rabia como debía, al fin y al cabo era el animalillo quien había penetrado sin autorización formal, es decir, escrita, en su conducto auditivo externo, el izquierdo, para colmar, el izquierdo. Eso cobraba importancia pues él era diestro.  La consideración de este hecho era esencial porque el ex  aunque diestro no era diestro en el manejo de las situaciones amorosas de la vida. La estulticia de Rotterdam no tiene cabida aquí. Sólo crueldad sería. La ambigüedad en las palabras no era de su total responsabilidad pues él sólo había sido uno entre millones que tenían la responsabilidad de elevar el lenguaje, elevar las palabras, siendo la elevación un acto mágico pues la elevación implicaba gravitación de ascenso, descenso y equilibrio que permitiera llegar a esos millones.

Es justo decir que el forastero sólo vio al animalillo ya muerto, después que un chorro de H2O2 fuese destilado en su oído por una enfermera de una patética medicatura rural. No recuerda cómo vino a dar allí pues cuando sucedió el imprevisto él se hallaba con una forastera  -cuyo género era ambiguo y su edad tampoco interesa precisar- acostado –entendamos-, acostado, en la Tierra de Nadie  en La Casa que vence las sombras.

El ex forastero seguía inmóvil a sus pensamientos. Dentro de él no escuchaba sonidos imprudentes. Un vago dolor en el umbilicus, otro más intenso en los músculos poplíteos. El que completaba el trirreme, prefería no decir. Ese había vivido, había sufrido la experiencia del hablar y el des-hablar, del oír y el desoír. El primero le recordó que el acto masticatorio no había sido ejercido, con propiedad, desde hacía unos meses, el segundo, no en frecuencia, sino porque así le apetecía, que no movía sus pies desde meses averneros, ¡qué Dante le perdone la derivación de la palabra!, el tercero, de ese no quería, por ello, lo introdujo, cuatro años después de su “presencia” en el Cúmulo de Bourgeois. No sé le olvida que quiso escapar justo un noviembre, mes originario pero los monjes, los sacerdotes, los moros, los ángeles o quienes allí estén representados cumplieron su labor y lo devolvieron al centro de su mundo, centro de dureza y frialdad inimaginable.

El ex forastero mira alrededor. No detecta cambios. Ignora qué hace allí. Sólo que se bajó de donde boleto no compró.  No sé trata de hacer reclamos –reitera- a quien dirigió la acción. Sospecha que fue en Rodovías que la adquisición del boleto se hizo efectiva.

A él, nunca le preguntaron hacia donde quería ir. Ni siquiera por su deseo. Confiesa que ello tampoco habría ayudado. Desde tiempo antediluviano, los puntos cardinales se le mezclaban como si una mano los hubiese echado en un licuadora y cuyo botón, dañado con frecuencia y cambiado de igual manera después de haber sido adquirido en el puesto de uno de los buhoneros desplegados por las Bellas Artes,  girado a la derecha, ¡uno!, ¡dos!, ¡tres!, desconoció que era imprescindible desmontar el acto, es decir, girarlo hacia la izquierda, ¡tres! ¡dos! ¡uno!

Los poros de la todavía piel del ex forastero fueron sorprendidos por una luz azul, la luz lo miró y le sonrió. “Los niños” pensó y dijo; mis niños, mis niños, mis niños.  La intensidad de la luz aumentó pero sabía lo que era respetar y amar pues sus conos y bastones fueron impresionados pero no desbordados. Las valvas de sus perlas siguieron inmóviles como  en el cuento de Perrault. El amor, pensó…y optó por la reflexión agustiniana de enigmática trascendencia, el amor mata lo que hemos sido  para que lleguemos a ser lo que no éramos”  y, ahora sí, el pasajero sintió que el ex no lo precedía, sintió que haber experimentado amor  lo enaltecía, que los peces desgarrantes, las palabras oídas de esotra que pudieron presuponer indignidad sólo fueron escuchadas - jamás pasaron por debajo de los palos cruzados donde se asentaba el loro-cotorra del Paño Morado-  producto del horror  causado, no tanto por su significación, sino por  su inconcebible condición de ser parte, de ser parte de la naturaleza humana.

El pasajero subió. 


Caracas, 13 de septiembre de 2011.

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