La vida no es un caballo para hacerla avanzar a latigazos
L.K.
“Para
que un sombrero pudiera penetrar en mi testa,
decidieron cortarme
las dos orejas.” Lezama Lima
"Las acciones de los hombres son las mejores intérpretes
de sus pensamientos." James Joyce
El pasajero se bajó.
Género insustancial,
edad perdida tras un artilugio desconocido, relaciones dormidas en un limbo
degenerado.
El espacio le era
desconocido.
Su boleto había sido
comprado inconsultamente. No se trataba de hacer reclamos pero la experiencia
le había dejado un mal sabor. Recordaba una gran diversidad, tamaños, colores,
circunstancias, claroscuros y miradas. La de un perro perdido parecido a un poodle,
de eso sí estaba seguro pues
hacía muchísimo había tenido uno que, en una noche ceremoniosa, de un supuesto
contento abierto al futuro, frutas pequeñas, carnosas y moradas, una sustancia
espumosa, contactos, fuegos dirigidos al cenit, se alejó de las miradas, el
recorrido de espacios, la voz insistente que requería su presencia pero ya no,
ya no lo había vuelto a ver. El mejor amigo era algo más grande, entre blanco y
marrón, su pelo enredado y como si una tormenta de barro lo envolvió en algún túnel secreto. Su mirada, sus ojos
marrones claros que transmitían una angustia que desespera, desespera por no
saber atenuar.
El paisaje era extraño.
Una planicie inmensa con hierbas amarillentas y de una resequedad como papel
barato. Luminosidad extendida, hiriente, minúsculas cenizas danzaban
enloquecidas. Lo sabía porque el coro no le resultaba ajeno. Evocó un libro y
una película, La Carretera de MacCarthy.
Era pura ficción, explicaron los entendidos para evitar alegorías
apocalípticas. El escritor que no escribidor ni abrió la boca, como siempre.
Era un defensor, a ultranza, de la libertad de interpretación. La mentira,
ese no es que es pues ahora sus propios
ojos lo contemplaban no sólo como ex
pasajero sino como testigo solitario sentado en primera fila.
Había dejado atrás lo
que imaginaba era el infierno pero, de pronto, oleadas angustiosas como flashes
iridiscentes, lo tomaban: “los niños”. Intentó decirse mis niños. Era
infructuoso pero sabía que allí había un nudo doliente; “el amor”. Intentó decirse mi amor. Sintió un súbito dolor en la nuca. Un golpe seco, violento,
inmerecido, a traición. Refulgió: “abismar”…ABISMAR, ABISMO, ABISMANTE, VACÍO,
VACIEDAD, VACIADO…
El antiguo pasajero
miró alrededor, levantó sus manos como quien intenta defenderse pero ya no podía.
El golpe que le fue dado, fue recibido. Sintió sobre su atlas cristales molidos como escribió y cantó
el Silvio insular. Esperó, experiencia
inexpresable, contraria a la quietud como pudiera pensarse o plasmarse
en algún refrán anochecido. En ella, la
piel, de multitudinarios poros veía, los
dedos incansables olían el desecho de las entrañas que más temprano que tarde
viajaban por un túnel siberiano o integrado a la tierra maltrecha. La opción de
los anélidos - que no era tal- a todos estaba reservada. Las acciones del sabor
describirlas no tenía sentido, era un mal sabor perenne.
Faltaba el órgano directriz que, recíprocamente se
relacionaba con los anteriores. Aquí todos eran indispensables. Decir que nadie –el homínido- lo era, idea sin basamento. Pero, las excepciones, así como el
malentendido, el sobreentendido, a veces, el silencio constituían una formidable tetralogía, que no
de Fallot.
La urna que lo acunaba
–al extremo más cercano a eso llamado cielo-
no era de pithecolobium saman,
no. Células entrelazadas, de tanto amor, formaban un material resistente.
Resistente, según las circunstancias, hasta a las ideas. Ese órgano era el
integrador, el sintetizador, en fin, agrupaba todas las funciones de un moderno
aparato de sonido.
Recordó el ex forastero
una vivencia, ligada al amor fútil. De inmediato, se recriminó la palabra pues ningún amor que así hubiésemos llamado
podía ser fútil. Ni por mucho que el
escribidor, “experto” en el área de eso que llaman poesía fuera el máximo
representante del realismo sucio. La
vida era tan extraña que hasta enigmas vulgares pasaban por poesía y hasta
había gente que recibía premios por ello. No, ni agachado podía pasar ante el
juego de mesa donde cuatro compadres que
aunque no hubieran sido, eran porque la alegría jacarandosa y un rescoldo de
solidaridad lo determinaba. La vez que vio a un minúsculo animal, serviría
escribir animalillo para abreviar y resulta que nada queda abreviado. Como a los
caballos que en las novelas de MacCarthy los protagonistas hacían abrevar en un río que con frecuencia era de cauce
miserable. Siempre se había preguntado el forastero por qué MacCarthy no
hallaba un río caudaloso para que el cuadrúpedo servidor se satisficiese a sus anchas y hasta un
merecido baño pudiera darse. Lo cierto era que el ex forastero vio las patas,
las alas y hasta los aterrorizados ojos
y a él, precisamente a él, lo miraron. Las patas embadurnadas en aquella
pasta ambarina se habían petrificado ya.
El ex forastero sintió lástima y no rabia como debía, al fin y al cabo era el
animalillo quien había penetrado sin autorización formal, es decir, escrita, en
su conducto auditivo externo, el izquierdo, para colmar, el izquierdo. Eso
cobraba importancia pues él era diestro.
La consideración de este hecho era esencial porque el ex aunque diestro no era diestro en el manejo de
las situaciones amorosas de la vida. La estulticia de Rotterdam no tiene cabida aquí. Sólo crueldad sería. La ambigüedad
en las palabras no era de su total responsabilidad pues él sólo había sido uno
entre millones que tenían la responsabilidad de elevar el lenguaje, elevar las
palabras, siendo la elevación un acto mágico pues la elevación implicaba
gravitación de ascenso, descenso y equilibrio que permitiera llegar a esos
millones.
Es justo decir que el
forastero sólo vio al animalillo ya muerto, después que un chorro de H2O2 fuese
destilado en su oído por una enfermera de una patética medicatura rural. No
recuerda cómo vino a dar allí pues cuando sucedió el imprevisto él se hallaba
con una forastera -cuyo género era
ambiguo y su edad tampoco interesa precisar- acostado –entendamos-, acostado, en
la Tierra de Nadie en La Casa
que vence las sombras.
El ex forastero seguía
inmóvil a sus pensamientos. Dentro de él no escuchaba sonidos imprudentes. Un
vago dolor en el umbilicus, otro más
intenso en los músculos poplíteos. El que completaba el trirreme, prefería no
decir. Ese había vivido, había sufrido la experiencia del hablar y el
des-hablar, del oír y el desoír. El primero le recordó que el acto masticatorio
no había sido ejercido, con propiedad, desde hacía unos meses, el segundo, no
en frecuencia, sino porque así le apetecía, que no movía sus pies desde meses
averneros, ¡qué Dante le perdone la derivación de la palabra!, el tercero, de
ese no quería, por ello, lo introdujo, cuatro años después de su “presencia” en
el Cúmulo de Bourgeois. No sé le olvida que quiso escapar justo un noviembre,
mes originario pero los monjes, los sacerdotes, los moros, los ángeles o
quienes allí estén representados cumplieron su labor y lo devolvieron al centro
de su mundo, centro de dureza y frialdad inimaginable.
El ex forastero mira
alrededor. No detecta cambios. Ignora qué hace allí. Sólo que se bajó de donde
boleto no compró. No sé trata de hacer
reclamos –reitera- a quien dirigió la acción. Sospecha que fue en Rodovías que
la adquisición del boleto se hizo efectiva.
A él, nunca le preguntaron
hacia donde quería ir. Ni siquiera por su deseo. Confiesa que ello tampoco
habría ayudado. Desde tiempo antediluviano, los puntos cardinales se le
mezclaban como si una mano los hubiese echado en un licuadora y cuyo botón,
dañado con frecuencia y cambiado de igual manera después de haber sido
adquirido en el puesto de uno de los buhoneros desplegados por las Bellas
Artes, girado a la derecha, ¡uno!,
¡dos!, ¡tres!, desconoció que era imprescindible desmontar el acto, es decir,
girarlo hacia la izquierda, ¡tres! ¡dos! ¡uno!
Los poros de la todavía
piel del ex forastero fueron sorprendidos por una luz azul, la luz lo miró y le
sonrió. “Los niños” pensó y dijo; mis niños, mis niños, mis niños. La intensidad de la luz aumentó pero sabía lo
que era respetar y amar pues sus conos y bastones fueron impresionados pero no
desbordados. Las valvas de sus perlas siguieron inmóviles como en el cuento de Perrault. El amor, pensó…y optó por la reflexión agustiniana de
enigmática trascendencia, “el amor mata lo que hemos sido para que lleguemos a ser lo que no éramos” y, ahora sí, el pasajero sintió que el ex no
lo precedía, sintió que haber experimentado amor lo enaltecía, que los peces desgarrantes, las
palabras oídas de esotra que pudieron presuponer indignidad sólo fueron
escuchadas - jamás pasaron por debajo de los palos cruzados donde se asentaba
el loro-cotorra del Paño Morado- producto del horror causado, no tanto por su significación, sino
por su inconcebible condición de ser
parte, de ser parte de la naturaleza humana.
El pasajero subió.
Caracas, 13 de septiembre de 2011.
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