domingo, 17 de julio de 2011

EN HONOR A GÉRARD DE NERVAL. UNA VERSIÓN DEL MONSTRUO VERDE





                                                                                                                                                                                                         

Gérard de Nerval : nombre utilizado por el más esencialmente romántico de los poetas franceses. También fue ensayista y traductor. Su verdadero nombre: Gérard Labrunie (22/5/1.808 - 26/1/1.855).

En 1.849 escribió El Monstruo Verde.


La existencia del monstruo verde es una realidad o, al menos, lo fue. Hace ya incontables años que, estando de vacaciones en el sureste de Francia, como regalo de mis padres por haber concluido satisfactoriamente mis estudios de medicina, fui llamada para atender un parto. Estaba en la población de Vauvert. Mis conocimientos del francés eran muy precarios, no obstante, la joven mujer que me hacía señas y más que señas, me halaba por el brazo para que me dirigiera a una cabaña cercana, me resultaba muy obvio.


Llegamos a la cabaña. En lo que vendría a ser la sala había unas cuantas señoras mayores y un hombre cuarentón vestido de policía que lucía aterrado. Debe ser el padre imaginé. Acostada en un sofá  y mordiendo un pequeño cojín estaba una mujer espelucada, sudorosa. Se hallaba en esa posición típica que asumen todas las mujeres que van a parir. Al acercarme más vi la cabeza del bebé entre las piernas de la mujer. Me dispuse a ayudar a traerlo al mundo. El procedimiento fue rápido. Mi asombro todavía persiste hoy.


El "bebé" tenía dos pequeños cachos emergiendo de las regiones parietales. El color de su piel era verde oscuro y tenía una prolongación que emergía del sacro que no podía definir más que como una cola. Corté el cordón umbilical y lo até con un hilo que alguien me tiró. Se trataba del conocido hilo dental, marca Colgate para más señas. Después de percatarme que tanto la madre como su hijo estaban bien salí de esa casa sin ni siquiera mirar atrás.


Cien años después supe que en París había un habitante común y que, incluso había una frase que hacía no tanto referencia a su existencia sino que significaba un poco como un “váyase al carajo”, “váyase a Vauvert” Se trataba del diablo de Vauvert.


Cuando me enteré de lo anterior supe que las características de tal diablo eran absolutamente similares a las del niño que yo había ayudado a traer al mundo. Ah, entonces era el diablo o al menos uno de tantos diablos que pienso debe existir en el mundo.


Mis investigaciones me llevaron a conocer que durante diversas épocas el llamado diablo de Vauvert había hecho de las suyas. Durante un tiempo vivió en el llamado Castillo de Vauvert. Dicho castillo había sido demolido  en parte y lo que quedó se transformó en una dependencia de un monasterio cartujo que estaba muy cercano al castillo. Supe que allí había muerto Juan de la Luna, sobrino del antipapa Benedicto III posterior a haber mantenido relaciones íntimas con Vauvert. No obstante, esto no se aclaró en mayor medida. El tema resultaba muy escabroso. Sólo se trató de echar el rumor a rodar y que luego cada quien procediera a darle la interpretación que le viniera en gana.


A Juan de la Luna no llegué a conocerlo en persona pero si escuché una canción relativa a él. Una linda canción infantil, escrita por Adrien Pagès y publicada en “Le livre de Musiqué” por Claude Auge en el año de 1.916.
Si Juan tuvo inclinaciones extrañas eso nunca lo sabremos pero lo cierto es que la letra de la canción es hermosa y para nada hace suponer que su protagonista haya estado involucrado en los hechos de que se le acusó  posterior a su muerte y cuando ya no tenía ninguna posibilidad de defenderse.


De ser posible, consignaré en este relato la letra de la canción para quien tenga niños pequeños y además la costumbre de cantarles algo antes de dormir. Aunque esta sea francesa no debemos olvidar que estamos en la época de la globalización y cualquier conducta xenófoba adquiriría tintes irracionales.


Durante la época de Luis XIII, el diablo Vauvert dio que hablar pero las informaciones que pude obtener eran tan confusas y contradictorias que sólo me remitiré a hacer mención que durante ese tiempo Vauvert se hizo presente y no con pocas diabluras.


Hace unos cuantos meses, estando yo de compras en el mercado de Guaicaipuro –no tuve más alternativa, puesto que todo lo que tenga que ver con comprar alimentos y cocinarlos constituye para mí un auténtico martirio- me topé con una anciana cuyo rostro me pareció conocido. La mujer me sonrió y me habló en perfecto español, sin embargo, el acento francés era innegable.


¿Te acuerdas de mí? –dijo.
No sé –me parece conocida.
¡Claro!, nos conocimos en Vauvert,  -¿recuerdas?
Me le quedé viendo fijamente a aquella mujer mientras hacía cálculos… Pero no podía ser. ¡Tenía que estar muerta hace mucho tiempo!


Su extraña risa que me permitió ver que no tenía ni un sólo diente, me sacó de mi ensimismamiento y recordé. 


Era la mujer que había requerido de mí para atender aquel horrible parto en Vauvert. No podía creerlo pero aún así, decidí aprovechar la ocasión para saber lo que nunca quise en su momento.
Olvidé por completo lo que me había llevado al populoso mercado. Invité a la anciana a tomar un café. El lugar estaba lleno y tuvimos que esperar a que se desocupara una mesita en un desaseado lugar donde, además de café, vendían grasosas empanadas y arepas.
¿Qué fue de la vida de aquel…niño? –expresé con ansiedad.
Ah,,,no lo ha olvidado –dijo como disfrutando de mi curiosidad.
No. Por supuesto que no. El aspecto del bebé era monstruoso…pero cuénteme. –agregué.
Bueno…-dijo la anciana, satisfecha por poseer una información que yo ansiaba.
¿Quiénes eran los padres? –agregué.
-       
Es Está bien…inició así el siguiente relato. El padre era un simple sargento de policía de la prefectura de Vauvert. Era audaz, corajudo. Durante mucho tiempo había intentado alcanzar el amor de una vecina mía, una costurera llamada Margot. Margot era una mujer muy avara y pretenciosa. Muchas veces rechazó al policía a quien consideraba poco para ella.


Durante mucho tiempo se escuchaba en Vauvert unos ruidos extraños, siempre de noche y que nos quitaba el sueño a todos. Esos ruidos provenían de una casa hace tiempo abandonada por sus dueños. Había sido construida con los restos del monasterio cartujo que años atrás estuvo allí. Contaban los ya muy ancianos de Vauvert que en ese monasterio lo único que se escuchaba, también durante las noches, eran unos ruidos y que ello había llevado a la demolición del monasterio. Nunca se supo qué pensaban los monjes cartujos. Usted sabe que son una orden que hacen votos de silencio así que nada que ver.
Cada día que pasaba, los ruidos eran más intensos así que los vecinos decidimos llamar a la policía. 


Inicialmente vino un guardia que, al parecer, aparte del ruido escuchó risas estridentes y horripilantes así que no se atrevió a entrar a la casa. Buscó refuerzos y estos a otros. Imagínese usted que llegó a venir todo un batallón. Penetraron a la casa –era de día- y no encontraron nada de particular. A instancias de los vecinos, se quedaron hasta que llegara la noche y comprobar así que los ruidos habían desaparecido…al llegar la noche, el ruido reapareció. Ahora sí todos escuchamos espantados las siniestras risas. Ninguno de los policías quiso entrar sino que se apostaron en las adyacencias de la casa, temblorosos. El jefe de policía se hizo presente y juzgó pertinente que sacerdotes de iglesias vecinas hicieran acto de presencia pues era probable que esos ruidos y risas tuviesen un carácter sobrenatural si acaso no absolutamente diabólicos.
Varios sacerdotes se apersonaron a la casa pero tampoco se decidieron a entrar. Se limitaron a realizar una misa y a bendecir el lugar con agua bendita. Posterior a eso se retiraron considerando que ya no había nada que temer, que la casa estaba libre de cualquier ente que en ella pudiera pulular.


Más temprano que tarde, los ruidos se reactivaron, no sólo con mayor estruendo sino que las risas que los acompañaban hacían pensar que dentro de la casa una auténtica orgía se estaba produciendo.
Ante tal situación, el policía de que antes te hablé se ofreció a entrar a la casa, no sin antes pedir una recompensa en monedas las cuales debían ser entregadas a mi vecina Margot en caso de que a él le ocurriera algo. Hasta allí llegaba el amor que le tenía.


El policía se armó con dos pistolas y un puñal y entró a la casa, no sin antes encomendarse a Dios. Su propósito era salir ileso de la situación y obtener la recompensa para tener oportunidad de alcanzar el amor de Margot.


El policía entró sigiloso. En la primera estancia que halló no encontró nada de particular. De pronto, vio una vieja puerta de color verde que lucía muy desgastada. La abrió con cautela y sus goznes resonaron como si durante años nadie hubiera abierto esa puerta. Luego observó dos o tres escalones pero más allá no lograba distinguir nada. Se devolvió a la estancia y vio un antiquísimo candelabro con tres velas a medio consumir. Encendió una cerilla y prendió las velas que de inmediato adquirieron un fulgor poco común. Apenas tres velas que debían estar resecas por tantos años en desuso iluminaron la estancia como si el mismísimo Sol hubiera penetrado en la casa. El policía tomó el candelabro y con paso seguro se dirigió a la puerta, iluminando los escalones. Empezó a descender sin ninguna dificultad. Los ruidos y las risas cada vez lo ensordecían más. Cuando llegó abajo, vio algo que nunca había visto. Se trataba de un bodegón repleto de vino de Burdeos pero lo extraño no era eso. Las botellas se movían al ritmo de una zarabanda que era más movida de lo usual. El hobby preferido del policía era la música y por ello notó esa singularidad que pocos hubieran percibido. Así, las botellas se desplazaban como quien baila sin estar siendo visto, es decir, a sus anchas.  La música, porque se trataba de música, provenía de una orquesta de botellas ubicada a mano derecha del bodegón, dispuesta en un escenario como alguna vez hubiera visto en una revista. La orquesta incluía no sólo botellas llenas – unas con etiquetas de color verde y otras de color rojo- sino botellas vacías y  otras rotas. Las funciones de cada quien parecían estar bien establecidas.


Las botellas de etiqueta verde representaban a los hombres, las de color rojo a las mujeres. Ambas tocaban con maestría los violines. Las vacías tocaban instrumentos de viento  y las rotas tocaban címbalos y triángulos.


El sargento, emocionado por el espectáculo musical, tomó una de las botellas de etiqueta roja y la apretó contra su pecho imaginando que pronto tendría el placer de saborear lo que debía ser un vino excelente por el prestigio que el vino de Burdeos siempre ha tenido. Con la botella en mano, se puso a tararear la zarabanda y, en un descuido la botella se le cayó haciéndose añicos contra el piso. La zarabanda se interrumpió al igual que el baile de las botellas y un silencio sepulcral inundó el bodegón.


El policía se llenó de horror cuando vio que el vino derramado parecía formar un gran charco de sangre y que el cuerpo de una hermosa mujer desnuda, de cabellos rubios que se extendían  por el suelo impregnándose del intenso vino rojo, yacía a sus pies.


Un alarido de espanto inundó el bodegón, provocada por todas las botellas al unísono.


Hasta ese instante, el policía no había tenido miedo pero la visión antes descrita y el espanto que percibía a su alrededor lo lleno de horror. Suspiró hondo, se llenó de valor. Tomó una botella de etiqueta verde y subió corriendo las escaleras. Ya en la entrada de la casa, levantó la botella como si fuese un trofeo y le dijo a sus compañeros que eran unos capones por no haber tenido el valor de entrar. Los soldados entraron en cambote a la casa y cada uno salió provisto de una botella.


Al policía se le concedió la recompensa y mientras sus compañeros se quedaron bebiendo en conjunto con los pobladores, él se llevó su botella de etiqueta verde, expresando que se la tomaría en su noche de bodas con Margot pues estaba seguro que ella ahora si lo querría como esposo  y así, en efecto, sucedió.
Margot accedió a casarse con el policía de mil amores y ambos tomaron de la botella de etiqueta verde que éste había guardado con celo. Justo nueve meses después y bajo los mayores dolores, Margot tuvo al niño que yo había ayudado a venir al mundo: el diablo de Vauvert.


Ya íbamos por el tercer café…la anciana lucía más que contenta. Además de la bebida, ya se había comido tres empanadas de cazón y dos arepas de chorizo.


Yo había perdido el sentido del tiempo y fue el repique de mi celular, con una canción llanera muy conocida la que me hizo volver a la realidad. Era un paciente que llamaba para saludar. Así eran mis pacientes. Puse fin a la conversación a la brevedad y, sin pausa le pregunté a la anciana qué había pasado con el niño y con sus padres.


Bueno mija…fue una fea historia –dijo invadida, repentinamente, por una especie de tristeza. El policía, que se llamaba Erasmo y la Margot, no salían de su sorpresa por haber tenido a aquel monstruillo. Empezaron a tener peleas casi a diario. Uno y otro se culpaban por haber engendrado un ser de ese aspecto y naturaleza pero lo cierto era que en ninguna de sus familias había ocurrido algo similar. Llevaron al niño a muchos médicos tratando de mejorar su aspecto: de quitarle ese color verde pero apenas lograron aclararlo un poco. 


Fíjese que llegaron a utilizar sustancias caústicas sobre su piel y no le hacía ni coquito. Luego quisieron que lo operaran para quitarle los cachos y la cola que, a la sazón, había crecido bastante pero, todos los cirujanos que lo vieron se negaron pues alegaban que el niño podía quedar con serios daños o incluso morir.


¿Y cómo era el comportamiento del niño? – pregunté tímidamente.
¡Pues ja, era un diablillo! –dijo la anciana, cuyos recuerdos parecían fluir sin mayor esfuerzo. Era terco, colérico y malicioso. En Vauvert empezaron a sucederse cosas raras. Un día, una quinceañera hermosa que tenía una espléndida cabellera, hija de una sobrina mía, amaneció calva; otro, una de las cosas más ridículas que he visto en mi vida fue que una casa desapareció. Era la mejor casa de Vauvert, cuyos propietarios se creían lo mejor del mundo y no trataban a nadie. Lo cierto es que un día vimos a los irritantes Nain, a los esposos, haciendo el amor, a una de sus hijas bañándose y a la otra en plena necesidad fisiológica. El pueblo no paró de reír en días; otro, ocurrió que una muchacha, el mismo día de su boda fue despreciada por su esposo al darse cuenta que no era virgen. Fue un triste espectáculo pues la muchacha era conocida por su buen ser y franqueza. Todos supusimos que el diablo de Vauvert había tenido que ver con aquello pues era un diablo muy enamorado tanto de hembras como de varones.


¿Y todo eso lo hacia el niño?  - dije, recordando la historia de Juan de la Luna.


Eso creímos todos –expresó con convicción. Agregó: -Erasmo y Margot empezaron a beber a diario, tanto, que llegó un momento que nunca estaban sobrios. Una mañana ella tocó mi puerta desesperada. Me contó que había tenido un sueño horripilante. La pobre mujer, antes hermosa, se tiraba de los cabellos y estaba toda sucia. Decía, pegando gritos que,  una botella de vino con una etiqueta verde se reía de ella y le decía que él era el padre de su hijo.


A los trece años el niño desapareció y en Vauvert ya nadie lo volvió a ver pero pensábamos  que andaba por el pueblo. Con los años supimos que sus efectos deletéreos hasta se hacían sentir en el propio París. A decir verdad, no sabíamos si todas las fechorías que le atribuían eran de su responsabilidad.


Erasmo y Margot envejecieron en un dos por tres. Los del pueblo no dejábamos de pensar que él había sido un impío y ella una avara.


P.D. aquí les dejo la canción de Juan de la Luna.

Por una noche de primavera
Hace cien años o más siquiera,
Bajo un ramo de perejil, sin ruido
Nació el pequeñito
Juan de la Luna, Juan de la Luna.

Era del tamaño de un champiñón
Frágil, delicado y guapetón,
Como un loro verde y amarillo
Hablaba con brillo
Juan de la Luna, Juan de la Luna.

Tenía un palillo por bastón
Guiñaba el ojo, cojeaba un montón
Y todo el año era su morada
Una calabaza
Juan de la Luna, Juan de la Luna.

Se veía pasar alguna vez
En un coche grande como una nuez
Y que por los senderos y cañones
Tiraban dos ratones
Juan de la Luna, Juan de la Luna.

Cuando se atrevía en los parques
De lejos, de cerca, de todas partes
Mirlos, pardillos en sus flautas
En turno repetían
Juan de la Luna, Juan de la Luna.

Cuando murió todos los lloraron
En su calabaza lo enterraron
Su tumba dice En paz descanse
Y su cruz, Aquí yace
Juan de la Luna, Juan de la Luna.

Caracas, 16 de julio de 2011.

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