sábado, 19 de febrero de 2011

La sala de espera




"No escribo sobre aquello que pasa por mi cabeza.
Más bien escribo sobre aquello por lo que mi cabeza
pasa..." J.C.



La sala de espera hacinada. Una señora, de mediana edad, lo que deduzco por el tono de su voz, se queja furiosa de que es ahora que le informan que el médico llegará tarde o no vendrá, no sé, no escuché bien. Al final, antes de irse dando un portazo, espeta -¡nadie se queja, por eso es que nos patean a todos!.

Frente a mí, un poco hacia la izquierda, un señor lee el periódico Meridiano -añejo tabloide deportivo- y comenta entre dientes: -¿qué quiere esa señora?, ¡acaso que hagamos una manifestación, además es sólo ella la del problema!...

Yo espero (im)paciente en esa sala de espera hacinada, cuyo aire intuyo ya impuro. Afortunadamente, conseguí una silla desocupada. Puse mi orina de veinticuatro horas entre mis piernas, esperando a que me llamaran. Sí, mi orina de 24 horas, recogida con cuidado para que no se derramara ni una sola gota, luego metiendo el frasco en la nevera para que no se dañara. ¿Orina dañada? ¡Fetidez segura!. Reflexiono sobre el cuerpo humano como proveedor de muestras de laboratorio: sangre, heces, orina, flujos, sudor, piel, etc, etc, etc. Muchas sustancias y sentimientos ofrece nuestro cuerpo.

Saco una novela de mi cartera, Perdido el Paraíso de Cees Nooteboom, escritor holandés. Buena novela. Hasta ahora la disfruto ampliamente, aunque aquí sentada, en esta sala hacinada me cuesta concentrarme en su lectura. La lectura requiere de cierta soledad.

También frente a mí, un poco hacia la derecha, un hombre que, por su aspecto tendrá entre cincuenta a sesenta años, moreno, parcialmente calvo y con canas en los que le quedan. Lleva unos gruesos lentes de carey, color negro. Este hombre -digo- empieza, sin son ni ton, a dar un sermón religioso, supuestamente a otro hombre que tiene a su lado. Se trata de un sermón pues su voz se impone a lo que ya se trata de una contaminación sónica en la sala hacinada. El de al lado parece aprobarlo pues, asiente reiteradamente con la cabeza. Pude captar que la próstata de ambos está enferma y hasta de cáncer llegan a hablar. Procuro que la cantata, cuyo valor no desestimo, no prive sobre mí lectura. No es sencillo. El hombre moreno dice, finalmente, que pertenece a la Iglesia Bautista Filadelfia, ubicada en la avenida Lecuna, que allí está a la orden de todos los que le escuchan. Sí, sabía que no se trataba de una simple conversación, era un sermón por todo lo alto.

Siempre ha llamado mi atención que el discurso de éste tipo de personas supera en vehemencia a los de los religiosos formales, es decir, curas, sacerdotes, obispos, monseñores, etc. Hablan en la calle, en el metro, en una buseta, en una sala de espera hacinada o no con un matiz lleno de certeza, de carácter indiscutible, de como que lo que dicen y afirman es cierto y punto.

En la sala de espera hacinada se oyen múltiples conversaciones, golpes de tos, estornudos, un recién nacido llora como reclamando su venida a éste mundo sin haberle consultado antes -pienso en la LOPNA-, otro niño desplaza un camioncito por el piso. Llega un anciano, luce dolorido, se sostiene con un bastón de gruesa y pulida madera. La secretaria le informa que el médico que solicita llegará a la una y media. Casi automáticamente, veo el reloj, apenas son las nueve y media. El rostro del anciano exhibe una cara de tal incredulidad que lastima. Con voz temblorosa pregunta si puede verlo otro médico. La secretaria responde entusiasta que sí. Bueno..., dice el anciano. La secretaria agrega, no hay problema sólo que el doctor Ferrer está haciendo unos estudios y tiene seis pacientes por delante...No pude seguir mirándolo, tampoco escuché más su voz ...se habrá ido -pensé.

Caracas, febrero de 2011.

1 comentario:

  1. Excelente, hermana a veces los seres humanos no saben entender el corazón de los niños y se empeñan en cambiar y juzgar su inocencia y su honestidad a sus deseos y no el de ellos...

    ResponderEliminar