lunes, 8 de diciembre de 2014

Piel de cocodrilo, caparazón de tortuga y vaselina


Iba camino a la Bolívar. No fui en el bus, ni en taxi, dudo que haya sido a pie y, de seguro, no fui en mi carro por razones que aquí no interesan pero que pesan hierro. Expondría el proyecto de un trabajo del que no estaba muy convencida. Más que convencida, no me producía pasión y eso, en mí, no era nada bueno.

La mujer joven, de cabellos cortos y claros argumentó abierta y duramente el por qué mi trabajo no servía. No tuvo escrúpulos ni cortesías. Al cabo me di cuenta que ni siquiera yo había abierto la boca para explicar de qué se trataba pero, ya no era necesario porque sus palabras, aderezadas con un toque justo de violencia -¿era justa la violencia?- hicieron su trabajo. Nunca antes la había visto. Ignoraba su nombre y qué hacía en esa universidad que aún conservaba su prestigio en este país donde la disyuntiva de hacer tu vida o hacer la cola era una realidad brutal.

Salí de allí directo a mi cama de donde aún no me levantaba ni estaba en mis planes (en verdad no tenía ninguno) hacerlo y recordé el sueño.
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Con afán, cortaba, sobre una tabla impecablemente limpia, una hierba que no preciso si era cilantro, ajo porro o cebollín. Cortaba y cortaba como si de ello dependiera una vida. Ese corte al que llaman “Juliana”. Todo ello en CMIC, siglas de las que no entraré en detalle.

De pronto llegó una joven. Me habló como si me conociera desde hace mucho pero, más que a ella a su hermana. Algo me resultaba familiar. A esa hermana le había hablado,  muchas veces, sobre los métodos anticonceptivos. Aún así, salió embarazada a los diecisiete. Cuando no nos apropiamos del conocimiento…  Parió una niña cuyo futuro era una incógnita para mí. Hacía mucho tiempo que no la veía. La recién llegada entró a CMIC. Yo seguía picando el cebollín, sí, era cebollín, ¡mejor no!, era perejil. Al rato, la joven salió vestida  de enfermera como si trabajará allí. Me quedé mirándola, sin entender, sin entender que no entendía la vida, como en la mañana cuando estuve en la Simón y mi proyecto  se convirtió en mortinato.

Aunque había citado unas palabras, un pensamiento dicho por Humberto que, según afirmó procedía de su extinta abuela guaiqueríe, eso de vestirse con piel de cocodrilo, caparazón de tortuga y luego untarse extensamente vaselina para “soportar” la vida, más que para mí, quise convertirlo en un obsequió para quienes pensé les serviría para vivir su vida.

Más había retumbado en mis oídos, las otras palabras de su abuela india: La tristeza es un espíritu maligno que se acaba cuando nos seca. No era que me gustase la frase, que me diese nota ni mucho menos, sólo me impactó porque me expresaba a la perfección.
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Nunca aprendí a bordar con una aguja. ¡Mucho menos con dos!



Escrito por Libia Kancev D.

Caracas, 07 de diciembre de 2014.

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