viernes, 26 de diciembre de 2014

PRIMER CAPÍTULO: Un regalo de Navidad

Mujer tocando la guitarra. Vermeer, 1672.
"Cerrar los ojos y taparse los oídos no va a hacer que el tiempo se detenga" H.M.


Un regalo de Navidad

Hoy supe, con seguridad, que el Centro Lido está en Chacaíto y que el Centro Polo está en Bello Monte. Por éste último había pasado muchísimas veces, desde afuera veía un espacio para estar, para tomar y beber algo pero, no sabía que era el Centro Polo.

La adquisición del conocimiento anterior fue producto de mi desconocimiento habitual para ubicarme geográficamente y no fue al azar sino que significó ir a una cita, retrasada, desde La Candelaria hasta Chacaíto y luego devolverme hasta Bello Monte. El taxista, exento de cualquier sentimiento navideño y más aún cristiano, se molestó mucho y aumentó, sin escrúpulos, el costo de la carrera. No tenía nada que ver que hoy fuera 26 de diciembre ni tampoco con la existencia de la Ley Orgánica de Precios Justos.

La cita, la invitación, era para un café, conversarnos un café como escribió alguna vez García Márquez. Yo no tenía ningún plan previo para el diálogo, aún así, tenía cosas que preguntar a mi interlocutora de quien siempre pensé que sabía muchas “cosas de la vida”.

Casi una hora después del hecho narrado en el marco de la ficción absoluta, vi un teléfono celular, bastante viejo. No creo haber visto antes un celular tan antiguo como ese. Mi interlocutora lo había sacado de su cartera y lo sostenía en sus manos como un objeto muy preciado, casi con devoción, diría yo. Escuché cuál era el problema actual que tenía en su funcionamiento y las dificultades que le generaba escribir con él. Fue una experiencia extraña: es cuando lo material, por poco valor que tenga, se integra a nuestra vida, a nuestra espiritualidad y por nada quisiéramos desprendernos de él. Me explicó que la falla no tenía arreglo y, sin más, como entristecida, lo arrojó (paradójicamente) a su cartera. No saben cómo deseé en ese momento tener el poder para arreglarle el celular y que no tuviese que adquirir uno nuevo como probablemente tendría que hacerlo. Para nada se trataba de un problema de dinero, era que “quería a ese celular”. Mientras la escuchaba, imaginaba lo que le costaría acostumbrarse a un teléfono “inteligente”, táctil, etc. pero no dudé que lo haría. Olvidé aconsejarle que se comprara uno con una pantalla más grande, que sería más apropiado para ella…Lo anterior me trajo a la memoria el relato La Tienda de Muñecos de nuestro excelente cuentista Julio Garmendia y la primera frase que lo inicia “No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento”.

Mi interlocutora, como opto por llamarla, era una mujer mayor. No sé de dónde saco la idea de que siempre me pareció una mujer triste a pesar de la inmensa serenidad que me irradiaba. Hablando de rayos, que no de centellas, hacía unos meses que la habían operado de cataratas, es decir, de la opacidad del cristalino que se va formado a través de los años. Estuve pendiente de cómo había salido de esta operación. No por gentileza ni mucho menos sino porque en verdad me importaba ella, su salud, su bienestar. Pienso que los lentes intraoculares que le colocaron estaban en perfecto estado y que era el iris, ese músculo encargado de aumentar o disminuir, disminuir o aumentar el espacio para el paso de la luz el que no había estado a la altura pues ahora la veía con lentes oscuros, seguro la luz del día la incomodaba y los lentes oscuros disminuían esa molestísima sensación de sentir como si tuviéramos una lámpara encendida frente a nuestro rostro.

Me ofrecí a ir a pedir dos cafés: un “con leche” y “un marrón” pero mi interlocutora insistió en ir conmigo, así, regresamos a nuestros asientos para que la conversa se iniciara. El comienzo, por mi parte, fue poco acertado: la política y luego caí, sin obstáculos, en la profundidad de mí misma. Ella, a ratos,  hablaba, comentaba.

Hice un esfuerzo que creo que no fue suficiente por escuchar a mi interlocutora. No entendí como aquella mujer tan tranquila podía tener unas microulceraciones crónicas en el duodeno (todo controlado, aclaró). Pensé, en ese justo instante que, “la procesión se lleva por dentro” porque este tipo de patología gastroduodenal es típica de personas muy angustiadas y ansiosas. Por supuesto que siempre hay excepciones. Lo del dolor en las rodillas no era de extrañar pues los años no pasan en vano.

Fue difícil, en realidad no lo logré, no caer en temas que, para ambas no eran más que lugares comunes, lo común de lo que para mí era medular, para ella, situaciones y temas que desde hacía mucho debían estar literalmente enterrados y que, de seguro, le fastidiaban un montón.

En menos de dos minutos, mi interlocutora se había tomado su con leche. Me sorprendió. Recuerdo haber pensado que ella tendría frío y que el café fue un intento de calentarse el cuerpo. Yo, en cambio, cuando tomo un café y converso con alguien, bebo el último trago ya casi para despedirme, nunca antes. No se trata de algo planeado, es algo que me sucede y punto.

Hubo un tema que me hubiera gustado más precisar y era el de la edad, ¿qué edad pensaba ella que yo tenía? Hablando de las diferentes formas de ver y sentir la Navidad y el Año Nuevo, afirmaba que la visión sobre las mismas variaba con la edad, de tal manera que no era lo mismo para un niño, un joven y un anciano. A su vez precisaba que era importante “crear” el ambiente navideño cuando había niños: el nacimiento (recordó el valor del hecho histórico); el árbol de Navidad y los regalos a sus pies, etc. También aseguraba que cuando ya se era “mayor” estas cosas perdían importancia y uno podía no vestirse para la ocasión, podíamos quedarnos viendo una película, evitar el uso de zapatos de tacón alto, etc.

Toda esta explicación me hizo preguntarme ¿qué edad creía ella que yo tenía? ¿Dónde me situaba en el estrato de la vida generacional de los seres humanos? Vida que no es ningún círculo como dicen muchos. Geométricamente identifico más a la vida con una línea, para nada recta, sino más caracterizada por los vaivenes, como si fuera un sube y baja o un tobogán. Línea sinuosa, así es la vida.

Hoy me di cuenta que jamás entendí a mi interlocutora. Sus afirmaciones sobre la vida, en los aspectos más centrales. Parecía que, al final nada tenía importancia. La vida sería, entonces, una línea sinuosa en donde las cosas pasaban y no pasaban y todo era igual. Que pasen o no pasen así es la vida y no debemos hacer más que aceptarlo.

No había transcurrido más de una hora y mi interlocutora empezó a mirar su reloj. Me di cuenta y una gota, una pequeñísima gota de tristeza se añadió al Salto Ángel. Debo aclarar mi absoluto desconocimiento de eso que era citarse con alguien para conversar y, menos un 26 de diciembre en vísperas de fin de un año e inicios de otro, momentos que siempre implican esperanzas, las que dan un volver a comenzar, sinónimo de hacer las cosas mejor: optimizar nuestras relaciones humanas, ser más solidarios, planear viajes, en fin, hacer las cosas mejor que el año anterior.

Hablé de mi cría, como decía mi papá para referirse a sus hijos cuando hablaba con alguien. Siempre eso me llamó la atención. “La cría está bien”, decía.

Hablé de la importancia de la pasión en la vida. De mi familia, de mi gran familia (en todos los sentidos posibles). Hablé de las similitudes y de las diferencias (a veces divergencias que, por definición no llevarían a puntos de contacto).

Al final, vi irse a mi interlocutora (hubiera querido preguntarle cuántos años creía que tenía, si creía que yo tenía derecho a ser feliz o si para mí ya no había …). La acompañé hasta su carro y me quedé pensando si realmente nos habíamos conversado un café, si lo habíamos hecho con cariño, con eso que podemos llamar "sincera estimación". Lo que sí es cierto es que cuando me animó a un beso de despedida, le di un abrazo que hubiera querido más fuerte y prolongado.  Hubiera querido quedarme allí más tiempo y tomar un poco su forma de ver la vida que parecía tan extraordinariamente simple.

No tuve tiempo de decirle a mi interlocutora que me sentía como una niña y que, apenas recientemente había hecho consciente que mi cuerpo no me acompañaba en ese sentir. Hace muy poco tiempo. Que cómo era posible que ella me hablase como si el tiempo se había esfumado para mí: me vi en la mecedora.


Escrito por Libia Kancev D.


Caracas, 26 de diciembre de 2014.

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