jueves, 10 de enero de 2013

Un relato: LOS TORMENTOS DE UN MÉDICO



Estoy con una pareja que conozco de antaño. Ambos profesionales. Él, podríamos decir acompañando al concepto tradicional de éxito en muchas de nuestras sociedades –que implica ser un ganador de dinero- es un hombre muy exitoso. Trabaja para una empresa transnacional especializada en el área de informática. Ella, con el trabajo errante de él por diversos países de América y Europa, no trabaja. Pudo haber revalidado su título de arquitecta, pudo haber tomado cursos en universidades, pudo haber hecho muchas cosas. Al final eligió la vida cómoda. No hace nada y esto no es un decir. A lo sumo, lee la revista Selecciones con rigurosidad. En el país donde se hallan ahora, viven, según ella me ha contado –detalles más, detalles menos- en una lujosa zona residencial. Tienen chófer, gimnasio y una sirvienta que no le permite acercarse siquiera a la cocina, ni mucho menos lavar y planchar. Estamos relacionados por lazos de amistad. Esta pareja siempre ha confiado mucho en mí como médico y, aún estando ellos en el exterior, con pequeños intervalos de visita en el país, me llaman para preguntarme cualquier cosas referente a la salud de sus tres hijos y de ellos mismos.

No todo. Hace poco me contó –la mujer de la pareja- que iba donde una dermatóloga para que le aplicara un tratamiento antiarrugas faciales. Me dijo, el tratamiento es carísimo pero ¡yo ahorro! ¿No te has fijado que no tengo arrugas en la cara? No –respondí.  No había notado eso aunque sí, confieso, que estaba por inquirirle qué le sucedía a su rostro pues, cada vez que nos encontrábamos, lo veía con una cierta tensión cerámica que yo, en mi desconocimiento, atribuía a eso que llamamos estrés, palabra que se ha modernizado rápidamente y a todas las edades para explicar el por qué no hacemos nuestro trabajo, por qué le gritamos a los demás, por qué no dormimos bien y pare usted de contar. Al relatarme lo del tratamiento antiarrugas, pensé en el botox, en esa toxina que se utilizaba para paralizar temporalmente los músculos y así eliminaba las arrugas. Era esa parálisis –pensaba mientras seguía escuchándola quejarse sobre lo caro del tratamiento –lo que le daba esa especie de inexpresividad a su faz. Faz que conocía desde la infancia y que ahora se me iba desdibujando.

El botox, la toxina, era una sustancia que no sólo tenía usos estéticos sino que, según los despropósitos del ser humano, podía ser utilizado para matar. Creo que se empleó en alguna de las guerras mundiales, impregnando balas para paralizar y asesinar.
Recuerdo que únicamente había sabido de un caso donde el uso del botox era estrictamente necesario. Era el de una joven universitaria que padecía de espasmo hemifacial y distonía cervical desde su nacimiento, es decir, no controlaba bien los movimientos del cuello y tenía tics nerviosos en ojos, cara y boca. Llegué a verla, como médico general que también era, e inspirado en una curiosidad natural quise saber los antecedentes que ella pudiera contarme. Evoqué que los movimientos involuntarios permanentes que ella exhibía mientras conversábamos me ponían algo nervioso pero insistí en interrogarla, en saber. Ella me dijo: soy la última de diez hermanos y estando mi mamá preñada de mí y cercana a parirme, salió una noche hacia el monte pues –aunque vivían en Caracas, ellos sobrevivían en un monte. Su mamá fue a hacer una necesidad, específicamente fue a obrar –así dijo... Resulta que su mamá se topó con una culebra que afortunadamente no la picó y del susto se le presentó el parto y ella nació con esa enfermedad. Expresé, mucho antes de llegar a reflexionar sobre lo insustancial del comentario, sin pensar que, a pesar de su enfermedad la vida había prevalecido: -no fue que no la picó. No la mordió, querrás decir. Bueno, igual, -agregó. Lo cierto es que yo nací y ahora necesito el botox. Me lo mandó el neurólogo que me está tratando. Después de múltiples informes médicos y de hablar por aquí y por allá, la joven consiguió que la universidad donde estudiaba, por cierto con un rendimiento bastante aceptable  para las circunstancias de su vida, le costeara el botox. No obstante, a veces la vida o ¿¡quién sabe qué o quién!? nos juega malas pasadas. La joven empezó a consultarme reiteradamente por múltiples síntomas, que si gripes frecuentes, que si estaba perdiendo peso, que si no pasaba una semana sin tener diarrea. Yo la examinaba, controlaba su peso, le preguntaba por sus comidas, por el agua que consumía, le pedía exámenes, le indicaba tratamiento y nada…Tanto así que decidí hospitalizarla por la diarrea crónica y una tos húmeda que siempre me había llamado la atención. El  resultado de su HIV, pedido como parte de la rutina, resultó positivo. Mi sorpresa  y la de la trabajadora social que atendía su caso en la universidad fue mayúscula. La misma joven nos narró, con una cara llena de pena, de vergüenza y de una rabia indescriptible, que ella no había sido muy sincera. ¿A qué te refieres? –preguntó Susana. Bueno…con respecto a mi vida íntima. Durante dos años me fui a vivir con un hombre, luego, un día me abandonó y no volví a saber de él. Debe haber sido él quien me contagió esto. La joven no paraba de llorar y aunque fue sometida a tratamiento con retrovirales ya era demasiado tarde. Murió en pocos días bajo un estado de tristeza que no admitía consuelo. Ana K. está muerta. Susana, la trabajadora social que había sentido hacia ella un cariño particular, estuvo en su velatorio que fue realizado  en la propia vivienda de la joven, si es que podemos llamarla así, precisó una entristecida Susana. Es algo que no logro explicarte –añadió.

Después de esta penosa digresión…

Pienso que la mujer de la pareja de la que hablaba en el inicio no me consulta “todo” sobre salud. Ella sabe que no le doy mayor relevancia a estas cosas de la medicina estética y, probablemente teme sentirse criticada. Me pregunto por qué me lo dice ahora y, de inmediato, obtengo la respuesta con la interrogante que ella me formula como quien no quiere la cosa. El botox no produce daños, ¿verdad? Digo, con sinceridad, que no sé, que no trabajo con ese tipo de sustancias.

Tengo un sueño con la pareja. La escena se desarrolla en un espacio que resalta por su blancura, amplitud y soledad. El lugar es tan blanco que obliga a cerrar los párpados pues una luz, matizada con hilos de plata, hiere mis pupilas. La amplitud evoca la infinitud desconocida y la soledad la dejo para que sea adjetivada por el lector si tiene ganas. La mujer, cercana a los cincuenta años, se hallaba embarazada “sin explicación”, ha tenido un hijo varón (ya tiene dos, de tres y cinco años). Pero algo ocurre. El recién nacido, rubio, blanco y hermoso, no está sano. Presenta algo extraño en la parte de atrás de la cabeza y en la del tronco. Desde ya intuyo que el niño no caminará.

La reacción de la pareja es de un horror inimaginable y ese horror se dirige hacia mí en forma de magna incredulidad. No es posible que estando yo allí algo como eso haya podido ocurrir –me recriminan, me increpan con filosa crudeza e ira. Pienso íntimamente y por fracciones de segundos, que yo no soy obstetra pero, me doy cuenta que decírselos o recordárselos no valdrá de nada. Están como obnubilados. ¿Cómo es posible que “estando yo allí” esto haya ocurrido? De súbito me miran con un odio inconmensurable. No hay amistad que valga. El raciocinio resulta inexistente ante la prevalencia del dolor emocional. Es tanto el sufrimiento que ello me causa que intento usar la terapia de “imposición de manos” para hacer que el niño sane y las aguas vuelvan a su cauce. No tengo ninguna experiencia en eso de la imposición de manos como método curativo, apenas un precario conocimiento teórico sobre la antigüedad del método, usado mucho antes de la era cristiana y que tiene que ver con una especie de energía generada entre La Tierra, los cuerpos celestes y los cuerpos animados. Evoco a una tía materna, muy religiosa, que según me he enterado hace poco tiempo, lo practica. Desconozco los resultados que ella ha obtenido. Es tanta mi desesperación,  mi miedo que, decido intentarlo con auténtica fe y concentración. Un sudor frío, pegajoso, corre por mi frente y por mis manos. Las elevo por encima de la cabeza del niño (así lo había visto en una película) y me reconcentro como queriendo expulsar toda mi  energía vital y así, transmitírsela al pequeño cráneo  y hacia toda la columna vertebral del bebé. Lo imagino sano, totalmente sano. Por segundos, sólo por miserables segundos, el niño adquiere apariencia de niño sano. Los padres me ven ahora con felicidad, además, el niño hace una mueca de risa (eso me parece). Me invade una tenue sensación de serenidad, pensando que, de ahora en adelante, no dejaré que alguien vuelva a confiar tanto en mí como médico. ¿Cómo hacer o no hacer que alguien confíe en mí? Repentinamente y como emergiendo de un cúmulo de nubes grises, reaparece la figura del niño tal y como es, un niño enfermo, con un futuro ingrato y eso si logra sobrevivir. Los padres, mis amigos de siempre, vuelven, simultáneamente, su mirada hacia mí. La pequeña alegría y admiración con que me miraron por segundos vuelve a adquirir la mirada del odio. De uno que percibo, nunca podré sacudirme y yo, me voy apagando lentamente. Tampoco yo soy un imperio de objetividad y razón. Hace muchos años que ya hice  el juramento hipocrático, un juramento ante la concisa y precisa ética del más famoso médico de la Antigüedad. Nunca reflexioné sobre todas las consecuencias de tal juramento formulado bajo la alegría de un acto de graduación. No lo asumí como una utopía, como el norte a seguir sino como un hecho de indiscutible alcance. Incluso mi posición como ser humano estaba puesta en juego.
Había llevado ese juramento sobre mis hombros como si en ello se me fuera la vida y ahora, irremisiblemente sentía que mi vida se había hundido en un vacío sin fondo. En un Averno, como llamaba Dante al infierno. Afirmo que era un infierno porque la caída no tenía fin, como un estado de pérdida perenne. Nada que ver con un espacio de torturas, poblado de demonios, plagado de fuego, ángeles malditos y estrados con jueces implacables presididos por Lucifer, Satanás, Belcebú o como quiera que se le llame al Diablo, infringiéndome castigos, tormentos en mi calidad de perverso. Tronaba mi desesperanza como reo por la irreversible condena, donde reina el lloro y el crujir de dientes. Tal vez, hubiese sido más creativo estar allí, al menos no hubiese carecido del estímulo que produce la lucha por la supervivencia. A decir verdad, yo nunca había creído en el infierno como un lago de fuego o en un Dios amoroso que enviaba a la gente a ese lago de fuego –en mi corazón creía que eso no podía ser verdad. En lo que creía era en un Dios vivo, de compasión y amor y la posibilidad de una relación personal con Jesucristo a través de quien este amor se promulgaba en un tiempo humano. Alegar que el infierno es el conjunto de las posibilidades perdidas que vemos dibujarse ante nosotros en el momento de morir  me resulta una definición adecuada, más terrible aún cuando al dibujar esas oportunidades perdidas también dibujamos el cielo de lo alcanzable que dejamos transcurrir a lo largo de nuestra vida como si sólo fuimos un medio para que otros vivieran. Asumo mi incapacidad para dibujar y, dentro del marco, sobre el lienzo añejo, ni siquiera intento dibujarme a mí mismo como persona por considerar. No, el infierno es un vacío, es caída libre y perpetua, acogotado de silencio. El silencio que más se escucha. Allí habitaba.

El horror, bajo la supremacía del inconsciente, saca a flote otro sueño cuya autenticidad es muy poco dudosa. Es cierto que tendría que hacer preguntas, confirmar ciertos datos y conversar con quien cree que le solicitó lo que él está casi seguro fue un hecho. No una vulgar –aunque no por ello menos maligna- pretensión masoquista de su pensamiento –humano al fin y al cabo. Quien le pidió llevar a cabo tal acto fue un familiar del hombre de la pareja. No logra precisar cómo accedió a ello y por eso con frecuencia lo desecha de su mente como algo que no ocurrió, engavetándolo en la sección de olvidos pero, como está visto, se trata de un olvido singular puesto que no se olvida sino que reaparece. Yo, que me supongo bañado por el mar de la ética, cometí en el sueño, un acto de eutanasia. Así, de refilón, se supone que fue un “ayudar a bien morir”. Ahora dudo si ayudé a un buen morir o si se trató de un asesinato. Sí. Así como suena ¡De un posible asesinato! Un familiar del hombre de la pareja, como ya dije, me pidió hace unos años que ayudara a morir a su hermano aquejado por un devastador cáncer de pulmón. No transcurrió ni un mes desde el diagnostico hasta la postración definitiva de aquel hombre tranquilo y sosegado a quien apenas se le oía la voz cuando hablaba. Lo tuvieron hospitalizado un par de semanas y lo dieron de alta sin ninguna esperanza de vida. Lo instalaron en una cama clínica en el pequeño apartamento que habitaba con su esposa y cuatro hijas todavía solteras. Fui llamado, reiteradamente, para poner una inyección que aliviara un dolor, para ayudarlo a evacuar… La esposa de este hombre quien siempre había exhibido una cara de penuria eterna, estaba aquejada de una psicosis paranoica que se descompensó con la enfermedad del esposo. Me veo ensartado entre la terrible enfermedad de un cuerpo, una mente desquiciada y el ambiente claustrofóbico del pequeño apartamento. Deseé que al menos una leve brisa aireara mi rostro. La esposa del enfermo me decía, “…alguien que me persigue, que me quiere hacer daño creyó que yo era él pero erró el disparo. No es ningún cáncer, le dieron un tiro en el pulmón y ahora le cuesta respirar y no puede caminar…”. Entonces fue cuando el hermano del hombre postrado me pidió que lo ayudara a bien morir, que ese sufrimiento no tenía sentido ni para él ni para ellos, que era insoportable. El sueño es transparente. La visión es clara. No pretendo justificarme pero fui partícipe de ese sufrimiento. Así que ayudé a “bien morir” a aquel hombre. Mencionar el cómo resulta irrelevante. Narrarlo es como si le pusiera el sello indeleble de autenticidad. Me asombro ahora de cómo pude ser capaz de apresurar una muerte, situación que siempre me pareció y me ha parecido altamente cuestionable para quien tiene una visión contraria, considerando que el hecho de la muerte, su tiempo, le corresponde a un ser superior en el que creo.

Años después de estos sueños-pesadillas y, angustiado por el recuerdo, registro en mi amplia biblioteca. Busco y no encuentro. Días después, cuando no buscaba, cuando su memoria envolvía férreamente el recuerdo, me topo con un pequeño y viejísimo libro, de hojas amarillentas y con claras señales de la irrupción de polillas. El corazón me late con premura desbocada. Había adquirido ese libro hacía ya muchos años en un librero de viejo, editado en tiempos antediluvianos. El libro contenía el juramento hipocrático. Mis ojos se dirigieron al tercer párrafo y leí: “APLICARÉ mis tratamientos para beneficio de los enfermos, según mi capacidad y buen juicio y me abstendré de hacerles daño o injusticia. A nadie, aunque me lo pidiera, daré veneno…”  Cerré el libro con brusquedad. Me quedé observando, como cuando vemos y no miramos, innumerables motitas de polvo, regadas en un haz de luz solar que penetraba suavemente por la ventana de mí cuarto estudio. Por mis ojos, un preludio de lágrimas pero sólo fue eso. Pensaba que el llanto era para otros.

Imagino que estoy a punto de morir, ojalá sea súbito. Lo pienso pues una retahíla de reminiscencias penosas me viene a la memoria. Sé que lo bueno, sin imbuirme en moralinas, supera a lo malo. Expectativa de matiz infantil. Pero estos sueños demasiado claros, como si los estuviera viviendo en ese instante me persiguen.

Caracas, 11 de enero de 2013.

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