jueves, 10 de enero de 2013

Un relato: LOS TORMENTOS DE UN MÉDICO



Estoy con una pareja que conozco de antaño. Ambos profesionales. Él, podríamos decir acompañando al concepto tradicional de éxito en muchas de nuestras sociedades –que implica ser un ganador de dinero- es un hombre muy exitoso. Trabaja para una empresa transnacional especializada en el área de informática. Ella, con el trabajo errante de él por diversos países de América y Europa, no trabaja. Pudo haber revalidado su título de arquitecta, pudo haber tomado cursos en universidades, pudo haber hecho muchas cosas. Al final eligió la vida cómoda. No hace nada y esto no es un decir. A lo sumo, lee la revista Selecciones con rigurosidad. En el país donde se hallan ahora, viven, según ella me ha contado –detalles más, detalles menos- en una lujosa zona residencial. Tienen chófer, gimnasio y una sirvienta que no le permite acercarse siquiera a la cocina, ni mucho menos lavar y planchar. Estamos relacionados por lazos de amistad. Esta pareja siempre ha confiado mucho en mí como médico y, aún estando ellos en el exterior, con pequeños intervalos de visita en el país, me llaman para preguntarme cualquier cosas referente a la salud de sus tres hijos y de ellos mismos.

No todo. Hace poco me contó –la mujer de la pareja- que iba donde una dermatóloga para que le aplicara un tratamiento antiarrugas faciales. Me dijo, el tratamiento es carísimo pero ¡yo ahorro! ¿No te has fijado que no tengo arrugas en la cara? No –respondí.  No había notado eso aunque sí, confieso, que estaba por inquirirle qué le sucedía a su rostro pues, cada vez que nos encontrábamos, lo veía con una cierta tensión cerámica que yo, en mi desconocimiento, atribuía a eso que llamamos estrés, palabra que se ha modernizado rápidamente y a todas las edades para explicar el por qué no hacemos nuestro trabajo, por qué le gritamos a los demás, por qué no dormimos bien y pare usted de contar. Al relatarme lo del tratamiento antiarrugas, pensé en el botox, en esa toxina que se utilizaba para paralizar temporalmente los músculos y así eliminaba las arrugas. Era esa parálisis –pensaba mientras seguía escuchándola quejarse sobre lo caro del tratamiento –lo que le daba esa especie de inexpresividad a su faz. Faz que conocía desde la infancia y que ahora se me iba desdibujando.

El botox, la toxina, era una sustancia que no sólo tenía usos estéticos sino que, según los despropósitos del ser humano, podía ser utilizado para matar. Creo que se empleó en alguna de las guerras mundiales, impregnando balas para paralizar y asesinar.
Recuerdo que únicamente había sabido de un caso donde el uso del botox era estrictamente necesario. Era el de una joven universitaria que padecía de espasmo hemifacial y distonía cervical desde su nacimiento, es decir, no controlaba bien los movimientos del cuello y tenía tics nerviosos en ojos, cara y boca. Llegué a verla, como médico general que también era, e inspirado en una curiosidad natural quise saber los antecedentes que ella pudiera contarme. Evoqué que los movimientos involuntarios permanentes que ella exhibía mientras conversábamos me ponían algo nervioso pero insistí en interrogarla, en saber. Ella me dijo: soy la última de diez hermanos y estando mi mamá preñada de mí y cercana a parirme, salió una noche hacia el monte pues –aunque vivían en Caracas, ellos sobrevivían en un monte. Su mamá fue a hacer una necesidad, específicamente fue a obrar –así dijo... Resulta que su mamá se topó con una culebra que afortunadamente no la picó y del susto se le presentó el parto y ella nació con esa enfermedad. Expresé, mucho antes de llegar a reflexionar sobre lo insustancial del comentario, sin pensar que, a pesar de su enfermedad la vida había prevalecido: -no fue que no la picó. No la mordió, querrás decir. Bueno, igual, -agregó. Lo cierto es que yo nací y ahora necesito el botox. Me lo mandó el neurólogo que me está tratando. Después de múltiples informes médicos y de hablar por aquí y por allá, la joven consiguió que la universidad donde estudiaba, por cierto con un rendimiento bastante aceptable  para las circunstancias de su vida, le costeara el botox. No obstante, a veces la vida o ¿¡quién sabe qué o quién!? nos juega malas pasadas. La joven empezó a consultarme reiteradamente por múltiples síntomas, que si gripes frecuentes, que si estaba perdiendo peso, que si no pasaba una semana sin tener diarrea. Yo la examinaba, controlaba su peso, le preguntaba por sus comidas, por el agua que consumía, le pedía exámenes, le indicaba tratamiento y nada…Tanto así que decidí hospitalizarla por la diarrea crónica y una tos húmeda que siempre me había llamado la atención. El  resultado de su HIV, pedido como parte de la rutina, resultó positivo. Mi sorpresa  y la de la trabajadora social que atendía su caso en la universidad fue mayúscula. La misma joven nos narró, con una cara llena de pena, de vergüenza y de una rabia indescriptible, que ella no había sido muy sincera. ¿A qué te refieres? –preguntó Susana. Bueno…con respecto a mi vida íntima. Durante dos años me fui a vivir con un hombre, luego, un día me abandonó y no volví a saber de él. Debe haber sido él quien me contagió esto. La joven no paraba de llorar y aunque fue sometida a tratamiento con retrovirales ya era demasiado tarde. Murió en pocos días bajo un estado de tristeza que no admitía consuelo. Ana K. está muerta. Susana, la trabajadora social que había sentido hacia ella un cariño particular, estuvo en su velatorio que fue realizado  en la propia vivienda de la joven, si es que podemos llamarla así, precisó una entristecida Susana. Es algo que no logro explicarte –añadió.

Después de esta penosa digresión…

Pienso que la mujer de la pareja de la que hablaba en el inicio no me consulta “todo” sobre salud. Ella sabe que no le doy mayor relevancia a estas cosas de la medicina estética y, probablemente teme sentirse criticada. Me pregunto por qué me lo dice ahora y, de inmediato, obtengo la respuesta con la interrogante que ella me formula como quien no quiere la cosa. El botox no produce daños, ¿verdad? Digo, con sinceridad, que no sé, que no trabajo con ese tipo de sustancias.

Tengo un sueño con la pareja. La escena se desarrolla en un espacio que resalta por su blancura, amplitud y soledad. El lugar es tan blanco que obliga a cerrar los párpados pues una luz, matizada con hilos de plata, hiere mis pupilas. La amplitud evoca la infinitud desconocida y la soledad la dejo para que sea adjetivada por el lector si tiene ganas. La mujer, cercana a los cincuenta años, se hallaba embarazada “sin explicación”, ha tenido un hijo varón (ya tiene dos, de tres y cinco años). Pero algo ocurre. El recién nacido, rubio, blanco y hermoso, no está sano. Presenta algo extraño en la parte de atrás de la cabeza y en la del tronco. Desde ya intuyo que el niño no caminará.

La reacción de la pareja es de un horror inimaginable y ese horror se dirige hacia mí en forma de magna incredulidad. No es posible que estando yo allí algo como eso haya podido ocurrir –me recriminan, me increpan con filosa crudeza e ira. Pienso íntimamente y por fracciones de segundos, que yo no soy obstetra pero, me doy cuenta que decírselos o recordárselos no valdrá de nada. Están como obnubilados. ¿Cómo es posible que “estando yo allí” esto haya ocurrido? De súbito me miran con un odio inconmensurable. No hay amistad que valga. El raciocinio resulta inexistente ante la prevalencia del dolor emocional. Es tanto el sufrimiento que ello me causa que intento usar la terapia de “imposición de manos” para hacer que el niño sane y las aguas vuelvan a su cauce. No tengo ninguna experiencia en eso de la imposición de manos como método curativo, apenas un precario conocimiento teórico sobre la antigüedad del método, usado mucho antes de la era cristiana y que tiene que ver con una especie de energía generada entre La Tierra, los cuerpos celestes y los cuerpos animados. Evoco a una tía materna, muy religiosa, que según me he enterado hace poco tiempo, lo practica. Desconozco los resultados que ella ha obtenido. Es tanta mi desesperación,  mi miedo que, decido intentarlo con auténtica fe y concentración. Un sudor frío, pegajoso, corre por mi frente y por mis manos. Las elevo por encima de la cabeza del niño (así lo había visto en una película) y me reconcentro como queriendo expulsar toda mi  energía vital y así, transmitírsela al pequeño cráneo  y hacia toda la columna vertebral del bebé. Lo imagino sano, totalmente sano. Por segundos, sólo por miserables segundos, el niño adquiere apariencia de niño sano. Los padres me ven ahora con felicidad, además, el niño hace una mueca de risa (eso me parece). Me invade una tenue sensación de serenidad, pensando que, de ahora en adelante, no dejaré que alguien vuelva a confiar tanto en mí como médico. ¿Cómo hacer o no hacer que alguien confíe en mí? Repentinamente y como emergiendo de un cúmulo de nubes grises, reaparece la figura del niño tal y como es, un niño enfermo, con un futuro ingrato y eso si logra sobrevivir. Los padres, mis amigos de siempre, vuelven, simultáneamente, su mirada hacia mí. La pequeña alegría y admiración con que me miraron por segundos vuelve a adquirir la mirada del odio. De uno que percibo, nunca podré sacudirme y yo, me voy apagando lentamente. Tampoco yo soy un imperio de objetividad y razón. Hace muchos años que ya hice  el juramento hipocrático, un juramento ante la concisa y precisa ética del más famoso médico de la Antigüedad. Nunca reflexioné sobre todas las consecuencias de tal juramento formulado bajo la alegría de un acto de graduación. No lo asumí como una utopía, como el norte a seguir sino como un hecho de indiscutible alcance. Incluso mi posición como ser humano estaba puesta en juego.
Había llevado ese juramento sobre mis hombros como si en ello se me fuera la vida y ahora, irremisiblemente sentía que mi vida se había hundido en un vacío sin fondo. En un Averno, como llamaba Dante al infierno. Afirmo que era un infierno porque la caída no tenía fin, como un estado de pérdida perenne. Nada que ver con un espacio de torturas, poblado de demonios, plagado de fuego, ángeles malditos y estrados con jueces implacables presididos por Lucifer, Satanás, Belcebú o como quiera que se le llame al Diablo, infringiéndome castigos, tormentos en mi calidad de perverso. Tronaba mi desesperanza como reo por la irreversible condena, donde reina el lloro y el crujir de dientes. Tal vez, hubiese sido más creativo estar allí, al menos no hubiese carecido del estímulo que produce la lucha por la supervivencia. A decir verdad, yo nunca había creído en el infierno como un lago de fuego o en un Dios amoroso que enviaba a la gente a ese lago de fuego –en mi corazón creía que eso no podía ser verdad. En lo que creía era en un Dios vivo, de compasión y amor y la posibilidad de una relación personal con Jesucristo a través de quien este amor se promulgaba en un tiempo humano. Alegar que el infierno es el conjunto de las posibilidades perdidas que vemos dibujarse ante nosotros en el momento de morir  me resulta una definición adecuada, más terrible aún cuando al dibujar esas oportunidades perdidas también dibujamos el cielo de lo alcanzable que dejamos transcurrir a lo largo de nuestra vida como si sólo fuimos un medio para que otros vivieran. Asumo mi incapacidad para dibujar y, dentro del marco, sobre el lienzo añejo, ni siquiera intento dibujarme a mí mismo como persona por considerar. No, el infierno es un vacío, es caída libre y perpetua, acogotado de silencio. El silencio que más se escucha. Allí habitaba.

El horror, bajo la supremacía del inconsciente, saca a flote otro sueño cuya autenticidad es muy poco dudosa. Es cierto que tendría que hacer preguntas, confirmar ciertos datos y conversar con quien cree que le solicitó lo que él está casi seguro fue un hecho. No una vulgar –aunque no por ello menos maligna- pretensión masoquista de su pensamiento –humano al fin y al cabo. Quien le pidió llevar a cabo tal acto fue un familiar del hombre de la pareja. No logra precisar cómo accedió a ello y por eso con frecuencia lo desecha de su mente como algo que no ocurrió, engavetándolo en la sección de olvidos pero, como está visto, se trata de un olvido singular puesto que no se olvida sino que reaparece. Yo, que me supongo bañado por el mar de la ética, cometí en el sueño, un acto de eutanasia. Así, de refilón, se supone que fue un “ayudar a bien morir”. Ahora dudo si ayudé a un buen morir o si se trató de un asesinato. Sí. Así como suena ¡De un posible asesinato! Un familiar del hombre de la pareja, como ya dije, me pidió hace unos años que ayudara a morir a su hermano aquejado por un devastador cáncer de pulmón. No transcurrió ni un mes desde el diagnostico hasta la postración definitiva de aquel hombre tranquilo y sosegado a quien apenas se le oía la voz cuando hablaba. Lo tuvieron hospitalizado un par de semanas y lo dieron de alta sin ninguna esperanza de vida. Lo instalaron en una cama clínica en el pequeño apartamento que habitaba con su esposa y cuatro hijas todavía solteras. Fui llamado, reiteradamente, para poner una inyección que aliviara un dolor, para ayudarlo a evacuar… La esposa de este hombre quien siempre había exhibido una cara de penuria eterna, estaba aquejada de una psicosis paranoica que se descompensó con la enfermedad del esposo. Me veo ensartado entre la terrible enfermedad de un cuerpo, una mente desquiciada y el ambiente claustrofóbico del pequeño apartamento. Deseé que al menos una leve brisa aireara mi rostro. La esposa del enfermo me decía, “…alguien que me persigue, que me quiere hacer daño creyó que yo era él pero erró el disparo. No es ningún cáncer, le dieron un tiro en el pulmón y ahora le cuesta respirar y no puede caminar…”. Entonces fue cuando el hermano del hombre postrado me pidió que lo ayudara a bien morir, que ese sufrimiento no tenía sentido ni para él ni para ellos, que era insoportable. El sueño es transparente. La visión es clara. No pretendo justificarme pero fui partícipe de ese sufrimiento. Así que ayudé a “bien morir” a aquel hombre. Mencionar el cómo resulta irrelevante. Narrarlo es como si le pusiera el sello indeleble de autenticidad. Me asombro ahora de cómo pude ser capaz de apresurar una muerte, situación que siempre me pareció y me ha parecido altamente cuestionable para quien tiene una visión contraria, considerando que el hecho de la muerte, su tiempo, le corresponde a un ser superior en el que creo.

Años después de estos sueños-pesadillas y, angustiado por el recuerdo, registro en mi amplia biblioteca. Busco y no encuentro. Días después, cuando no buscaba, cuando su memoria envolvía férreamente el recuerdo, me topo con un pequeño y viejísimo libro, de hojas amarillentas y con claras señales de la irrupción de polillas. El corazón me late con premura desbocada. Había adquirido ese libro hacía ya muchos años en un librero de viejo, editado en tiempos antediluvianos. El libro contenía el juramento hipocrático. Mis ojos se dirigieron al tercer párrafo y leí: “APLICARÉ mis tratamientos para beneficio de los enfermos, según mi capacidad y buen juicio y me abstendré de hacerles daño o injusticia. A nadie, aunque me lo pidiera, daré veneno…”  Cerré el libro con brusquedad. Me quedé observando, como cuando vemos y no miramos, innumerables motitas de polvo, regadas en un haz de luz solar que penetraba suavemente por la ventana de mí cuarto estudio. Por mis ojos, un preludio de lágrimas pero sólo fue eso. Pensaba que el llanto era para otros.

Imagino que estoy a punto de morir, ojalá sea súbito. Lo pienso pues una retahíla de reminiscencias penosas me viene a la memoria. Sé que lo bueno, sin imbuirme en moralinas, supera a lo malo. Expectativa de matiz infantil. Pero estos sueños demasiado claros, como si los estuviera viviendo en ese instante me persiguen.

Caracas, 11 de enero de 2013.

martes, 8 de enero de 2013

INVOCACIÓN PARA DESOREJARSE: LEZAMA LIMA

Simetría perfecta 

Quien desee interpretar este texto del excelso escritor, José Lezama Lima, (Cuba, 1910- 1976) que dé un paso hacia adelante. Que decida hacerlo en el sentido que dicta la tradición occidental es una opción hasta que el texto diga basta o que, más temprano que tarde muestre su tope, su resistencia irrestricta. Que decida optar por la alternativización del texto, basado en la aplicación de un protocolo alternativo según lo planteado por el profesor Luis M. Isava, se meterá, sin dudas, en un problema insospechado (aunque el texto sea susceptible de tal alternativización). La elección de negarse a interpretar, de disfrutar el texto tal y como se nos presenta también es válida (siguiendo a Susan Sontag (Estados Unidos, 1933-2004) en su ensayo “Contra la interpretación”).

A mí me gusta mucho este texto de Lezama aunque no sabría explicar bien el por qué, al igual que toda su narrativa: Paradiso (1966), su novela publicada póstumamente e inacabada Oppiano Licario (1977) y su cuentística que, al parecer, ha sido poco estudiada pero que, sin duda, merece estudio y análisis. Tal vez, en algún momento, intente “ver” que quiso decirnos Lezama  con esta “Invocación para desorejarse”.

INVOCACIÓN PARA DESOREJARSE

Para que el sombrero pudiese penetrar en mi testa, decidieron cortarme las dos orejas. Admiré sus deseos de exquisita simetría, que hizo que desde el principio su decisión fue de cortarme las dos orejas. Me sorprendió que tan lejos como era posible de un hospital, me fueran arrancadas con un bisturí que convertía al rasgar la carne en seda. Una urgencia como si alguien estuviese esperando en compraventa mis dos orejas. No hubo ninguna deliberación, pero comprendí que habían decidido que no se las llevaran. En sentido inverso, teniendo una en cada mano, las frotaron una sola vez contra el mármol de la repisa. Entró la patrona cantando y oprimió un limón contra la mancha que había quedado en la repisa. Pensé que se desprendería un humo o que se avivaría la mancha. Pensé, pero, cuando me asomé cuidadosamente, todo estaba igual, salvo el gesto de la patrona de encajarse en aquella situación cantando. Días después vi que arrojaba las gotas de limón en la parte de la repisa que no estaba manchada. Luego, tendría que repetirse la ceremonia o mi sacrificio estaba fuera de lugar, y no era a mí a quien deberían haber arrancado las dos orejas. Sentí que era llamado para la otra ceremonia: dejarse injertar unas bolas azafranadas en el hueco dejado por las orejas. Unos mozalbetes, tal vez soldados vestidos de paisano, colocaban las borlas en unas grietas abiertas en las paredes. No sé si  era un aprendizaje o un hecho que se aclararía después. Mientras yo esperaba la ceremonia y los soldados continuaban martillando, la patrona volvió a penetrar, ahora no cantaba, sino recogió una gran cantidad de almejas ya vaciadas que estaban por el suelo. Las hacía caer en su falda como si fueran flores. Luego, la noche anterior habían estado comiendo allí, antes de yo llegar, cuando aún tenía mis dos orejas. Me van pasando las borlas azafranadas de una a otra oreja, y la patrona me mira despacio, me recorre, me humedece. «Mañana, dice, volveré a recoger más almejas, traeré la canasta.» «Mire, me dijo, si puedo hacerlo, como está tendido mi delantal, tengo las uñas como comidas en una pesadilla, pero eso sí lo he dejado como la nieve.» «Todo lo que sale de esta casa, me dice con malicia, sale bien hecho.» Claro, mis dos orejas han sido cortadas, me cuelgan dos borlas azafranadas, y cuando me asomo veo un delantal inmensamente blanco, no se mueve, y por la tarde guardo caparazones vacíos de almejas. Otro delantal, otro delantal, delantales, otro delantal, otro delantal.

Texto citado

Lezama Lima, José. Relatos. Bogotá: Alianza Editorial Colombiana. 1988.


Caracas, 7 de enero de 2013.


domingo, 6 de enero de 2013

DESARTICULACIONES. S. MOLLOY

Sylvia Molloy

DESARTICULACIONES (2010)

Escrito por Sylvia Molloy. Se trata de un texto triste y no de un triste texto como diría Lezama Lima. Es evidente la imposibilidad de categorizarlo desde el punto de vista del género como se observa en El infarto del alma de Eltit y, especialmente, en Agua viva de Lispector. No es que esa imposibilidad apene, sino que es una herramienta de faena de esta singular literatura que trabaja con “restos de lo real” como dice F. Garramuño en La Experiencia opaca (2009).

Desarticulaciones es un texto solidario, un texto de amor que nos recuerda el valor de la memoria, valorizada  cuando se ha ido, cuando se ha marchado por derroteros incólumes llevándose a una vida y parte de la de quienes compartieron esa vida.
Justo en este instante en que pretendo escribir acerca del texto de la escritora argentina, un espléndido Sol entra por la ventana pero es demasiado para este instante. Corro las cortinas. Se trata de la narración de una experiencia de vida.

Ya, en sus primeras líneas, la autora (¿cómo llamarla de otra manera?) explica las motivaciones que indujeron a su escritura: necesita escribirlo antes de que la persona enferma, con la que compartió cuarenta años de vida en común, fallezca. Es una escritura contra reloj;  también la impulsa la necesidad de entender ese estar/no estar de su ex compañera; por otra parte, necesita escribir para poder seguir adelante, para poder extender una relación que todavía continúa aunque ya casi no queden palabras, es decir, cuando ya M.L. ha perdido buena parte de su capacidad de simbolizar pues no recuerda, buena parte de su memoria se ha perdido.

Es decir, la narradora escribe desde una falta, desde una imposibilidad, desde un querer recobrar lo que no puede.

Es la historia de una perdida, de un gasto improductivo, siguiendo a G. Bataille. M.L. ha ido perdiendo paulatinamente su memoria, memoria que  permitía, nada más y nada menos que su identidad. Podemos considerarlo así: hay un gasto en la construcción de la memoria  por más inconsciente que ese gasto pueda ser.  Y lo invertido se ha perdido ya que su función no podrá ser ejercida. La memoria de M.L. perdió su capacidad de función. Y no se trata de algo que está más allá del alcance del proceso de su conciencia, no se trata de que le resulte inaccesible, es que la misma se ha destruido hablando desde un punto de vista orgánico. También deja a la narradora en cierto estado de indefensión emocional pues ella también ha perdido. Ha perdido a una testigo fundamental de 40 años de su propia vida; las experiencias compartidas, los recuerdos que ella conserva en su memoria, imágenes, sensaciones. Quién podría confirmarlas ahora –ya no hay. Quién podría rectificarlas, -ya no hay.
La narradora precisa que no se trata de relatar cómo era M.L. sino: 19.- RE-PRODUCCIÓN: dar cuenta de “incoherencias, hiatos, silencios” (38),  quedando libre de inventar, de afirmar lo que no fue, pero se trata de una libertad vacía, no deseada para nada, más bien dolorosa.

Desarticulaciones tiene un cierto grado de articulación, una cierta arquitectura, una cierta formalidad pues está constituida por 45 fragmentos precedidos de una palabra o palabras que pueden resumir cada relato. Aunque deseara haber tenido una estructura resulta imposible  a menos que no se hubiese querido narrar una experiencia. Tiene un tope con el que se da de cabeza. Se trata del tope de la pérdida de memoria del Otro, un real. La única alternativa es usar los propios recuerdos que la narradora compartió con M.L. para dejar constancia.
Intentaré especificar:

1.- DESCONEXIÓN: una historia seria que no podrá ser constatada. Ya no importa. Desconexión de un ser humano a una máquina. Desconexión de un recuerdo. Doble desconexión de la vida. Se pregunta la narradora si M.L. estará pidiendo algo.
2.- RETÓRICA: expresiones bien articuladas. Modales sutiles que aumentan en forma inversamente proporcional a la pérdida de la razón. Frases como: “Qué suerte despertar y ver caras amigas”; “Bien porque te veo”; “Estás muy linda, te veo bien de cara” (13). Esta última dicha a alguien que M.L.ve por vez primera.
3.- LÓGICA: M.L. a pesar de que está perdiendo la razón, deduce “impecablemente”. Impecable y dramáticamente.
4.- CUESTIONARIO: el pájaro y el árbol tienen en común que vuelan. Hermosa respuesta, poesía infantil,  pienso. Nunca sabremos si la pregunta a esa respuesta fue formulada.
5.- TRADUCCIÓN; 6.- IDENTIKIT; 32.- SER Y ESTAR: M.L. muestra que no ha perdido su capacidad de traducir, en este caso del español al inglés. Ignora de quién habla: de ella misma. Molloy lo interpreta como una recuperación fugaz de identidad, de su ser.  No lo creo, pienso yo; no puede decir yo el que no recuerda. Capacidad de ironía o deseo de que M.L. todavía tenga capacidad de ironía. Llamarse Petra para decir cómo se llama en una circunstancia de no saberse quién se es. M.L. “Ella sí es ausente” (58). Por un instante, M.L. no está ausente para M.L.: está.
7.- RUNNING ON EMPTY; 12.- TRABAJO DE CITA;  Descargas de la memoria. Recuerdos. Salida de la apatía; estallidos de recuerdos: poemas, fragmentos de Aristófanes, algo de Darío, de Borges. ¿El motivo de ello? Tal vez porque había en ellos palabras raras que de chica le gustaban (muestra inteligencia). Más temprano que tarde no recuerda pues reitera una pregunta sobre algo que acaba de ocurrir.
 8.- QUE GOZA DE BUENA SALUD: dice M.L.: “…que ella nunca ha estado enferma, es decir, nunca ha tenido una enfermedad seria, soy básicamente una persona muy sana, en eso he tenido mucha suerte” (21).
9.- LIBERTAD NARRATIVA: la pérdida de la memoria de M.L. no sólo es una pérdida personal (de la que afortunadamente no se da cuenta) sino que se lleva consigo el testigo que puede verificar o poner en duda e incluso negar las historias construidas con otros. Ya lo hemos mencionado antes.
10.- DESPEDIDA: no, no es lo mismo dar un beso a alguien aunque esté dormido que dejarle dicho que nos fuimos. No es lo mismo.
11.- ERÓTICA: La desmemoria como una ventaja. La de no recordar situaciones traumáticas, en este caso, de índole sexual: “Es una suerte que no lo recuerde; y que no recuerde que era yo quien los miraba” (24).
13.- CEGUERA; 23.- DE LA NECESIDAD DE UN TESTIGO:                                                                             “Hablar con un desmemoriado es como hablar con un ciego y contarle lo que uno ve” (28). Se le puede narrar todo lo que uno ve y no contradecirá. Ha perdido su capacidad para ser testigo;  imposibilidad para compartir y comentar.
14.- EXPECTATIVA: La narradora sólo puede hablar de sus sentimientos: “Yo me quedé melancólica; ella no creo que se haya quedado nada” (29). La narradora recuerda a Rulfo.
15.- CUMPLEAÑOS;  29.- BUENAMOZA: tarareos de tangos. Lectura de una tarjeta de cumpleaños que no parece entender; recuerdos de “restos”. Una canción de la infancia.
16.- REMEMORACIÓN: “Te acordás de tal y cuál cosa“. La narradora se siente mal de formular esa pregunta (no logra habituarse) y no por M.L. sino por ella misma: “…sigo lanzando estos pedidos de confirmación como si echara agua al viento” (32). Y porque para mantener una conversación –para mantener una relación- es necesario hacer memoria juntas o jugar a hacerla, aún cuando ella –es decir su memoria- ya ha dejado sola a la mía” (33).
17.- LISTAS: para recordar y luego se olvidan. Sólo el sujeto que las arma puede darles sentido.
18.- DE LA PROPIEDAD EN EL LENGUAJE: el no reconocimiento del Otro. Hablarle de en vez de vos: Además le habló en “un español que jamás hemos hablado”. “Sentí que había perdido algo más de lo que quedaba de mí” (37).
20.- DESENCANTO: la narradora se siente desencantada de darse cuenta que a veces M.L. reconoce, que a veces sabe. Que no se trata de buenas maneras.
21.- SILABEO: inventa palabras “como hablándose a sí misma en un lenguaje impenetrable” (40). Quiere que el número de sílabas coincidan con el número de sus dedos.
22.- PUÑO y LETRA; 35.- QUE NO LEE Y ESCRIBE,  36.- QUE SÍ LEE Y ESCRIBE: 37.- ALFAJORES III: “ya no puede escribir”; “ya no puede escribir su nombre”; “se ha ido la letra, el nombre escrito, que es otra forma de estar en el mundo”; “…pedacitos de escritura que me dicen que una vez estuvo” (41); el olvido de leer; el olvido de la patria; marca de alfajores argentinos. Dice Alfonsina por asociación de alfajores. Alfonsina y el mar. Sí lee, al menos leyó en ese instante.
24.- COMO UN CIEGO DE MANOS PRECURSORAS: “…había empezado a poner en práctica, instintivamente, la memoria de las manos,…estaba recordando objetos, no para almacenarlos en su mente sino para orientarse en el presente” (44-45). Esto fue previo a la declaración franca de la enfermedad.
25.- NOMBRES SECRETOS: que no volvieron a aparecer cuando la narradora puso fin a la relación con ella.
26.- COLABORACIÓN: sentimiento de plagio de cosas escritas con M.L. pues ella no puede  recordar cosas que habían escrito juntas.
27.- GATA: le gustaban los gatos. Tenía una que tuvieron que sacrificar. La narradora opta por no mencionar la palabra gato(a).
28.- GUSTOS DEL CUERPO: la enfermedad avanza. Olvida gustos, costumbres, También olvida realizar actos orgánicos: masticar, tragar…
31.- TAPUJO: historia sobre el padre que la narradora cree conocer bien. A través de otra persona, se entera de otra versión. Se siente dolida: “cómo aceptar que a mí me contó la versión falsa,…” (56). “Lo que me cuesta aceptar es que el tapujo haya sido tan fuerte que aún conmigo tuvo que recurrir a él. Lo que me cuesta aceptar también es que acaso haya otros tapujos de los que yo nada sé” (57). Ni sabrá.
33.- PASAJES DE MEMORIA: memoria compensadora. Miedo a padecer la enfermedad.
38.- PROYECCIÓN: Sueño de la narradora: le hubiera gustado saber qué opinaría M.L. de ese sueño. Se acordaría de Borges?, de Saint Laurent?
39.- OCURRENCIAS: M.L. va perdiendo su capacidad para tener ocurrencias. Luce más apagada: “Como si estuviera perdiendo ya la respuesta rápida, la capacidad de intervenir con un recuerdo intempestivo o un disparate” (68). Tal vez sea la pérdida de la originalidad de la enfermedad. Y eso que debiera ser un consuelo para la narradora, la perturba por alguna razón, se pregunta si no será: “¿Porque ya no voy a tener de que escribir? (68).
PREMONICIÓN: la narradora tiene malos sueños, fragmentarios, como algo que no se pudiera detener pero como que también estuviese vaciándose. Estos sueños parecen continuar en el estado de vigilia.
VOZ: un cambio de voz que no se aclara.
LENGUA Y PATRIA: la narradora percibe el vacío de ya no poder hablar con M.L. como antes; en la forma como hablaban el español hecho de citas: “Un español hecho de citas, pero entonces qué lenguaje no lo es; hablar es buscar complicidad: nos entendemos, sabemos de dónde somos. El lenguaje, después de todo, crea raíces y alberga anécdotas…Al hablar con ella me siento –o me sentía- conectada con un pasado no del todo ilusorio. Y con un lugar: el de antes. Ahora me encuentro hablando en un vacío: ya no hay casa, no hay antes, sólo cámara de ecos.” (72-3).
¿VA O VIENE ESTE INSTANTE?: la narradora, que viaja con frecuencia a Buenos Aires, nunca le dice a M.L. que se va de viaje, sólo cuando regresa: “…le dije que había estado de viaje y acababa de llegar. ¿Hasta cuándo te quedás?, me preguntó. Con eso me desarmó, me hizo sentir de paso, desubicada. No, no, yo vivo aquí, pensé decirle. Pero la corrección no valía la pena. ¿Dónde es aquí para ella? (¿O para mí?)” (74).
VOLVER: la narradora tiene un sueño con M.L., que ésta quiere regresar a La Argentina y terminar sus días allí. El sueño tiene restos diurnos de la narradora con respecto a un relato de regreso dentro del marco de una dictadura: “Porque sólo el olvido total permite el regreso impune; de algún modo ella ya ha vuelto” (75). Se puede ver aquí una relación con el pretendido olvido de la dictadura en Argentina. Tema que se mantiene vivo a través de la literatura dentro de la línea de escribir sobre el pasado para explicar el presente. Un poco la premisa psicoanalítica sobre recordar para no repetir.
INTERRUPCIÓN: fin de la escritura. Sensación de abandono y culpabilidad por parte de la narradora hacia M. L.

Texto citado
Molloy, Sylvia. Desarticulaciones. Buenos Aires: Eterna Cadencia. 2010.

Caracas, 6 de enero de 2013.

viernes, 4 de enero de 2013

LA HORA DE LA ESTRELLA. CLARICE LISPECTOR

Clarice Lispector 















Asilo santa leopoldina

Todos los días vuelvo a Maceió.
Llego en navíos desaparecidos, en trenes sedientos.
En aviones ciegos que sólo aterrizan al anochecer.
En los estrados de las plazas blancas pasean cangrejos.
Entre las piedras de las calles escurren ríos de azúcar
fluyendo dulcemente de los sacos almacenados
en los trapiches
y clarean la sangre vieja de los asesinados.
Luego que desembarco tomo el camino del hospicio.
En la ciudad donde mis ancestros reposan en
cementerios marinos
sólo los locos de mi infancia continúan vivos a mi espera.
Todos me reconocen y me saludan con gruñidos
y gestos obscenos o ruidosos.
Cerca, en el cuartel. La corneta que chilla
separa la puesta del sol de la noche estrellada.
Los locos lánguidos bailan y cantan entre las gradas
. ¡Aleluya! ¡Aleluya! Más allá de la piedad
el orden del mundo brilla como una espada.
Y el viento del mar océano inunda mis ojos de lágrimas.

Lêdo Ivo 


LA HORA DE LA ESTRELLA (1977)

La hora de la estrella –última novela de Clarice Lispector-  fue publicada meses antes de su muerte producto de un cáncer de ovario.

El título (¿uno más? ¿O el preferido por la autora?) está seguido de otros que parecen reflejar sus dudas sobre la escogencia de cuál sería el más pertinente para dar el toque final a su obra literaria. En cualquier caso, la multiplicidad de opciones, podría significar su miedo. Miedo y angustia ante la inminencia de la (su) muerte. Destaca en La hora la pretensión –lograda- de Clarice de interactuar con el lector “Escribo en este instante  con cierto pudor previo por estar invadiéndolos con semejante narrativa tan exterior, tan explícita” (13). Por otro lado, se interroga (y nos interroga) sobre la omnipotencia del escritor para narrar una historia, quedando implícito el tema de la realidad-ficción “¿Cómo es que yo sé todo lo que seguirá y que todavía desconozco, ya que nunca lo viví? (13). También se refiere a las dificultades por las que pasa un escritor para escribir una novela, sobre sus tensiones para elegir los caminos por el que transitarán los personajes. Clarice nos revela, de inicio, el número de personajes que tendrá su texto, su decisión sobre el uso de palabras sencillas y su escogencia en relación a la estructura discursiva “Por todo esto experimentaré contra mis hábitos una historia con comienzo, medio y `gran finale`” (13)

Otro elemento interesante tiene que ver con el estilo narrativo de Lispector: su escritura parece un puro desbordar de emociones y sensaciones tal y como podemos apreciar en su excelente Agua viva (1973). En los inicios de La hora leemos “Pensar es un acto. Sentir es un hecho” (12) Se trata de dos frases extrañas que, un poco más adelante son ampliadas. El narrador precisa que en su historia “hay hechos”, que se ha apasionado por los hechos “sin literatura” “los hechos son piedras duras y actuar me está interesando más que pensar, de los hechos no hay cómo huir” (17), es decir, Lispector reitera que su escritura es un sentir, como siempre pero, en La hora la narración está enmarcada dentro de una temática más precisa.

Más temprano que tarde, el título distintivo queda aparentemente claro “Pues en la hora de la muerte las personas se vuelven brillantes estrellas de cine, es el instante de gloria de cada uno y es como cuando en el canto coral se oyen agudos sibilantes” (29).  La novela pone en la palestra a la muerte, tanto la muerte real, como la muerte en vida. El narrador, Rodrigo S.M. -escritor mediocre y quien confiesa su miedo de escribir la historia, es explícito “La muerte que es, en esta historia, mi personaje favorito”- (92), utiliza como excusa la vida triste de una joven nordestina, de diecinueve años que, aunque escribía mal, trabajaba como dactilógrafa. La joven era flaca, flacucha, de cabellos ralos. Se llamaba Macabea y había nacido en el sertón de Alagoas. Huérfana de padres desde los dos años de edad fue criada por la única pariente que le quedaba, una tía malvada. De Alagoas pasaron a Maceió y finalmente vivieron en Río de Janeiro. Antes de morir, la tía le consiguió trabajo en una tienda.

Rodrigo S.M., nos aclara sobre lo que no debemos esperar de su texto “Que no esperen, entonces, estrellas en lo que sigue: no habrá centelleos sino la materia opaca y, por su propia naturaleza, despreciable por todos” (16). Es decir, se tratará de una historia que contará sobre una vida casi inexistente, que no llama la atención de los otros, que sólo a través de la escritura tomará cuerpo. Una historia demasiado simple “Lo que me propongo contar parece fácil y al alcance de todos. Pero su elaboración es muy difícil pues tengo que volver nítido lo que está casi borrado y que apenas puedo ver. . . palpar lo invisible en el barro mismo” (20). La crítica social expresada sobre el destino de muchas jóvenes pobres, sin posibilidades de educación, subsistiendo con un mísero trabajo, se desliza casi sin darnos cuenta. La forma en que está escrita La hora de la estrella nos impide distinguir entre lo qué es literatura y lo que es vida aunque estamos claros de la irrelevancia de esa distinción.

Sertón de Alagoas
Una ingenuidad proverbial y una crasa ignorancia son los elementos que caracterizan a la joven cuya única pasión en su vida era el “dulce de guayaba con queso” (28). En otro instante, el narrador la describe así “ella era café frío” (28). Al final de la historia le es presagiada una vida feliz (después de tanta tristeza). Conocería y se casaría con un rico gringo llamado Hans, tendría lujos, aumentaría de peso. Esa predicción resulta ser su único instante de felicidad pero hasta en eso su vida fue un error, ya que minutos después de formulado su “futuro” la joven muere atropellada por un auto, sin siquiera recibir ayuda de los curiosos que se ubican a su alrededor.

A pesar de  una historia si se quiere común, La hora de la estrella es un texto profundo. Trata de la muerte, también de la literatura construida con “restos de lo real” como dice Florencia Garramuño. Por otra parte, es un claro ejemplo de literatura menor, según Deleuze y Guattari, en tanto muestra un claro coeficiente de desterritorialización; un carácter colectivo (partiendo de una historia individual) y en ese sentido, es política. 

Clarice Lispector (Ucrania,1920- Río de Janeiro,1977): escritora brasileña. Perteneció a la llamada Generación del 45 (tercera fase del modernismo brasileño). Clarice definía su estilo literario como un no estilo.

Lispector, Clarice. La hora de la estrella. Biblioteca Lispector. 1977.


Caracas, 4 de enero de 2013.


martes, 1 de enero de 2013

Otra vez, Juan Marsé

Juan Marsé




Nota: recuerdo ahora el día en que mi sobrina Carolina, después de graduarse de psicóloga en la ilustre  y siempre bien querida Universidad Central de Venezuela, se fue a Madrid para hacer una maestría en algo llamado psicoterapia psicoanalítica. Para esa fecha, creí que su estadía madrileña sería temporal, pero luego vino la idea de un doctorado y luego un curso en psicología forense que era lo que realmente quería hacer (si mi memoria no me falla). A medida que el tiempo transcurría y con cada visita de Cary al país me fui dando cuenta que su estadía ya no era tan temporal hasta que ya me he hecho a la idea… Desde que Carolina vive en Madrid cada vez que leo una novela o algún texto de autor español pienso invariablemente en Cary, porque mientras Cary viva allá parte de mi corazón siempre lo estará.

Por lo anterior, le dedico esta reseña de una de las últimas novelas del excelente escritor español Juan Marsé.

“Esas manos que me tocan aun estando quietas”

“Más allá de las dunas, el horizonte atrae su mirada, como siempre: una vaga propensión a hacerse preguntas sin respuesta”

CANCIONES DE AMOR EN LOLITA`S CLUB (2005)

Novela de Juan Marsé (1933). Marsé nos recrea con un texto ambientado en el noroeste (Vigo) y en el noreste (Barcelona) de España. Dos hermanos gemelos: uno, Raúl, un rudo y alcohólico policía, que se lleva por delante cualquier norma y Valentín, afectado de retraso mental por un trauma durante su nacimiento, viven vidas disímiles. La madre los había abandonado muy pequeños, se había ido con otro hombre o era prostituta. El padre, José, entrenaba caballos y era agricultor. Vivía con una mujer llamada Olga que tiempo antes había sido novia de Raúl.

Raúl es suspendido por su mal comportamiento y regresa a la casa paterna. Se entera que su hermano “trabajaba” en un bar de prostitutas, el Lolita`s Club, donde ejercía de cocinero, mesonero y mandadero. Raúl intenta sacarlo de ese ambiente pero Valentín era auténticamente feliz allí. Se había enamorado de una de las “furcias”, llamada Milena. En sus intentos, Raúl se va enamorando de la joven quien también era drogadicta. Una noche, Raúl quiso “estar” con la joven para desengañar a Valentín (quien le había advertido que nunca lo intentara siquiera) pero, en el fondo, se sentía muy atraído. Valentín se entera, toma el vehículo de su hermano y es asesinado de dos tiros. Raúl se siente inmensamente culpable, no sólo por haber estado con Milena sino porque a quien querían matar era a él como consecuencia de venganzas por grupos del ETA (había trabajado encubierto) o porque había lesionado a un joven perteneciente a una familia de mafiosos de Vigo.

En relación al título de esta novela podemos mencionar que Valentín adoraba, literalmente, una canción popularizada por la conocida Gloria Lasso (España, 1922- México, 2005), Luna de miel, del célebre compositor griego Mikis Theodorakis y con letra en español del poeta Rafael de Penagos. Valentín hacía que la colocaran con frecuencia en el bar. Por otra parte, el título pudiera ser un reconocimiento a la famosa cantante española ya que uno de los últimos discos que grabó lleva por nombre Canciones de amor (México 2005). 

La novela de Marsé, como otras que he tenido ocasión de leer del escritor barcelonés, goza de una profundidad psicológica evidente pero hay un tema que no podemos dejar pasar: el de la trata de mujeres procedentes de diversos países de Latinoamérica, llevadas a España para ejercer de prostitutas, muchas de las cuales caen en la drogadicción, en parte para huir de esa realidad más la amenaza hacia sus familias si intentan escapar. Un círculo vicioso que no parece tener fin “Yo llevo dos años encargado de reclutar mujeres en Colombia –dice Mazuera-. El trabajo es en Pereira: las contrato, les doy papeles, las traigo a España, todo eso” (30). Otra cita que revela esta realidad nada fantasmal para estas mujeres:

Lola sirve a ambas unos supuestos martinis a petición del cliente, que rodea con su brazo la cintura de Jennifer y le soba las nalgas…Hola, papito. Me llamo Nancy y vengo de Colombia para alegrarte el corazón…Al igual que las demás chicas del club, Bárbara viste ropas provocativas. Pero ahora no baila para llamar la atención de nadie, ahora baila para sí misma…y es precisamente esa manera tan espontánea de aislarse y de ensimismarse…baila convocando para sí misma el olvido de todo, del sitio en que se halla, de lo que ellas son y representan…Los dos clientes de la barra observan las evoluciones de la joven bailarina con talante divertido…pero en la mirada de sus compañeras, en cambio, hay una extraña melancolía que las hermana con ella…un sentimiento común de afirmación y al mismo tiempo de pérdida y desarraigo: aquel otro ondular natural de las caderas…antes de que los cerdos hijueputas las trajeran aquí y las convirtieran en lo que son. Las dominicanas Alina y Rebeca se sientan (40-41)

La verdad es que me quedé pensando en el destino de estas mujeres. En esta oscura realidad, en lo que se hace (y no se hace) por ponerle un freno porque denuncias se han hecho. La historia de ellas dentro de la novela parece como si fuera sólo pinceladas laterales de una pintura abstracta para llenar un espacio indiferente, un espacio literario pero creo que Marsé no es un autor para nada superficial, así, la historia de estas mujeres es también protagónica. Marsé hace una denuncia sin pasar por un puesto policial. Nos la deja en este texto para quien quiera leerla.

Canciones de amor… no deja de producirnos cierto ramalazo de tristeza. Ello tiene que ver con el tipo de historias que escribe Marsé que, de tan simples y cotidianas nadie pareciese concederles atención como para ser literaturizadas. Allí reside la grandeza de Juan Marsé.

Texto citado

Marsé, Juan. Canciones de amor en Lolita`s Club. Barcelona (España): Randon House Mondadori. 2005.


Caracas, 1 de enero de 2013.