Por Juan
Croniqueur (seudónimo de Juan Carlos Mariátegui).
Tú, lector inquieto, que recorres
ansioso las columnas de los diarios buscando la nota sensacional ávidamente;
tú, lector amable, que los lees regalado y sereno como una distracción de
sobremesa; tú, lector práctico, a quien solo atraen las noticias en que se
refleja la fiebre de las especulaciones diarias; tú, lector despreocupado, para
quien esta revisión ritual de la prensa es un frívolo pasatiempo, te detuviste
quizá ante el relato de ese doloroso, de ese triste drama pasional que anteayer
pusiera en la grotesca y jocunda bufonada de la crónica de policía una trágica
nota de guignol. Y tal vez, tú lector inquieto, tú lector amable,
tú lector práctico, tú lector despreocupado, encontraste demasiado vulgar el
drama y doblaste la página del diario en busca de otra que dijese algo más
interesante, algo más sugestivo, algo que mejor satisficiese tus curiosidades y
mejor calmase tu sed de emoción. Es que día a día, solo suspenden el espíritu,
solo cautivan la atención, los hechos, las cosas y los crímenes que están
tocados de los refinamientos del siglo y en que laten – ¡oh irónica paradoja!–
las pulsaciones de la civilización. Madamas Stendhal en cuyos semblantes hay un
rictus macabro de sensualidad y de muerte; aventureros rocambolescos en quienes
el frac disfraza salpicaduras de sangre; nihilistas neuróticos que urden en la
penumbra cómplice de un sótano la fantasía enfermiza de sus rencores y de sus
odios. Se diría una sarcástica aristocracia del delito que tiene la
extraña virtud de sugestionar a los hombres y de marearlos con el vértigo de
los crímenes en que hay voces de automóviles, rumores de sedas, puñales
blandidos por manos enguantadas, hálito voluptuoso de vida mundana.
Romeo y Julieta se pierden en el olvido y en la lápida triste de su recuerdo, el tiempo difumina los nombres y marchita las siemprevivas. Por esto, acaso nada te dijo la intensa, la sentida tragedia que se esconde tras el crimen oscuro que han registrado los diarios en sus crónicas de policía y que en medio de su vulgaridad tiene un sello de dulce aristocracia y de romántico exotismo. Ese delito, ese vulgar delito que es de los que aún se repiten aislada y cada vez más lejanamente, me ha dicho cómo todavía se mata y se muere por amor y cómo el amor que es poesía, que es simiente, que es renovación, que es vida, no pierde del todo en momentos de utilitarismo frío su divino ropaje sentimental y sabe despertar en espíritus ingenuos y sencillos, resoluciones heroicas. La leyenda romántica y caballeresca de edades lontanas tiene un grato, un risueño florecimiento en este pobre suceso callejero. El lirismo de las almas otrora infinito revive fugazmente y es en el yermo desolado de la vida como un lozano brote en tronco añoso y milenario. Y es este el significado amable que el cronista descubre en el rapto pasional que ha sido una noticia nueva en la información diaria de la prensa y un delito más para el lector ávido y curioso. Ya sabéis cómo –y esto es quién sabe lo único que os ha conmovido de veras– los protagonistas del acerbo drama fueron dos adolescentes, dos niños casi. La juventud rimaba en ellos un fragante, un florecido poema de vida y de amor. Miradas acariciadoras, confidencias entrecortadas, besos furtivos, fueron acaso los eslabones en este quebradizo engarce del idilio. Pero se interpuso de pronto entre ellos la primera barrera, el primer tropiezo y poco a poco el destino fue tronchando el idilio, truncando el poema y sembrando en sus espíritus la desesperanza y el desencanto. Ella fue la primera en rendirse ante la imposición de la suerte. Tal vez la apenó un momento, tal vez abrió en su pecho virgen una temprana lacería, pero débil, inconstante, mujer, olvidó por otro la pena y anestesió la temprana lacería. Y poco a poco, un día tras otro, el amor pasó a ser solo un recuerdo. Otros amoríos le sonreían y ella no supo ser indiferente ante su seducción. Casquivana y locuela, el sentimiento de cariño por su galán de otra época fue esfumándose, fue desapareciendo. Una sonrisa, una coquetería, un melindre, brindados con inconsciencia como recompensa a requiebros y galanteos ajenos, fueron otros tantos crueles golpes para él. Y él le dijo tal vez toda la angustia de sus anhelos, toda la creciente intensidad de su pasión. Ella se quedaría muy pensativa, muy triste y hablaría solo para inferir un nuevo dolor al enamorado. No era culpa suya, seguía queriéndolo, lo querría siempre; pero mejor sería que la olvidase, era vano perseguir un imposible. Las palabras de la muchacha, caerían lacerantes, desgarradoras en el alma del mozo. La idea del crimen se arraigó en ese cerebro joven, trastornado por el mal de amor. ¡Oh, el mal misterioso que en las imaginaciones apasionadas siembra terribles locuras, el mal que enciende en los labios anhelantes la fiebre de los besos, el mal que es como una eterna simiente de dolor y de crimen! El criterio razonador y austero de la ciencia lo define enfermedad, y estudia el proceso complicado del delirante desvarío. El fin trágico del pobre amorío, fue inevitable. Él quiso arrebatársela al destino, desposar con la muerte las vírgenes purezas de aquel cuerpo núbil y hacerle a su amor el sacrificio de su vida, de su vida que era inútil, que era triste, que era infecunda desde que la soñada quimera huyó. Lector que me seguiste a través de esta ingenua, de esta plañidera divagación, escrita al margen del drama vulgar y triste, haz la limosna de un recuerdo al truncado idilio, sé un momento romántico, sé un momento sentimental y escribe un epitafio compasivo sobre la tumba de los amantes muertos. Sea un dulce coloquio de elegías el que no lo pudo ser de madrigales…
Romeo y Julieta se pierden en el olvido y en la lápida triste de su recuerdo, el tiempo difumina los nombres y marchita las siemprevivas. Por esto, acaso nada te dijo la intensa, la sentida tragedia que se esconde tras el crimen oscuro que han registrado los diarios en sus crónicas de policía y que en medio de su vulgaridad tiene un sello de dulce aristocracia y de romántico exotismo. Ese delito, ese vulgar delito que es de los que aún se repiten aislada y cada vez más lejanamente, me ha dicho cómo todavía se mata y se muere por amor y cómo el amor que es poesía, que es simiente, que es renovación, que es vida, no pierde del todo en momentos de utilitarismo frío su divino ropaje sentimental y sabe despertar en espíritus ingenuos y sencillos, resoluciones heroicas. La leyenda romántica y caballeresca de edades lontanas tiene un grato, un risueño florecimiento en este pobre suceso callejero. El lirismo de las almas otrora infinito revive fugazmente y es en el yermo desolado de la vida como un lozano brote en tronco añoso y milenario. Y es este el significado amable que el cronista descubre en el rapto pasional que ha sido una noticia nueva en la información diaria de la prensa y un delito más para el lector ávido y curioso. Ya sabéis cómo –y esto es quién sabe lo único que os ha conmovido de veras– los protagonistas del acerbo drama fueron dos adolescentes, dos niños casi. La juventud rimaba en ellos un fragante, un florecido poema de vida y de amor. Miradas acariciadoras, confidencias entrecortadas, besos furtivos, fueron acaso los eslabones en este quebradizo engarce del idilio. Pero se interpuso de pronto entre ellos la primera barrera, el primer tropiezo y poco a poco el destino fue tronchando el idilio, truncando el poema y sembrando en sus espíritus la desesperanza y el desencanto. Ella fue la primera en rendirse ante la imposición de la suerte. Tal vez la apenó un momento, tal vez abrió en su pecho virgen una temprana lacería, pero débil, inconstante, mujer, olvidó por otro la pena y anestesió la temprana lacería. Y poco a poco, un día tras otro, el amor pasó a ser solo un recuerdo. Otros amoríos le sonreían y ella no supo ser indiferente ante su seducción. Casquivana y locuela, el sentimiento de cariño por su galán de otra época fue esfumándose, fue desapareciendo. Una sonrisa, una coquetería, un melindre, brindados con inconsciencia como recompensa a requiebros y galanteos ajenos, fueron otros tantos crueles golpes para él. Y él le dijo tal vez toda la angustia de sus anhelos, toda la creciente intensidad de su pasión. Ella se quedaría muy pensativa, muy triste y hablaría solo para inferir un nuevo dolor al enamorado. No era culpa suya, seguía queriéndolo, lo querría siempre; pero mejor sería que la olvidase, era vano perseguir un imposible. Las palabras de la muchacha, caerían lacerantes, desgarradoras en el alma del mozo. La idea del crimen se arraigó en ese cerebro joven, trastornado por el mal de amor. ¡Oh, el mal misterioso que en las imaginaciones apasionadas siembra terribles locuras, el mal que enciende en los labios anhelantes la fiebre de los besos, el mal que es como una eterna simiente de dolor y de crimen! El criterio razonador y austero de la ciencia lo define enfermedad, y estudia el proceso complicado del delirante desvarío. El fin trágico del pobre amorío, fue inevitable. Él quiso arrebatársela al destino, desposar con la muerte las vírgenes purezas de aquel cuerpo núbil y hacerle a su amor el sacrificio de su vida, de su vida que era inútil, que era triste, que era infecunda desde que la soñada quimera huyó. Lector que me seguiste a través de esta ingenua, de esta plañidera divagación, escrita al margen del drama vulgar y triste, haz la limosna de un recuerdo al truncado idilio, sé un momento romántico, sé un momento sentimental y escribe un epitafio compasivo sobre la tumba de los amantes muertos. Sea un dulce coloquio de elegías el que no lo pudo ser de madrigales…
Un texto de Juan Carlos Mariátegui -1.895-1.930- incluido
en Cielo dandi. Escrituras y poéticas de
estilo en América Latina, de Juan Pablo Sutherland (comp.).
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