lunes, 17 de mayo de 2010
Explícita catatonia o La vida continúa
Hace un par de meses, un día como a las cinco de la tarde, fui al parque con mi hijo para dar una vuelta. Ésta acción, en sí, no parecería tener alguna relevancia, sin embargo, dos circunstancias la salvaban de su ausencia de interés. Una era que, ir al parque de Los Caobos, ubicado cerca de mi casa, constituía el hecho que me producía mayor relajación. Es cierto que el parque ha estado imbuido dentro de una remodelación perpetua en los últimos años, en donde ha sido espoleado en cuanto a sus dimensiones. También las aguas verdosas y empozadas constituían un excelente hábitat para los mosquitos con patas blancas o no. Por otra parte, sacar a mi hijo de la casa, específicamente de su cuarto, es una ardua tarea pues, no quiere separarse del televisor desde que se despierta hasta que se duerme. Una vez en el parque, tengo que pensar y ejecutar miles de ideas para mantener su interés: la posibilidad de que hayan huevos de dinosaurios enterrados en las profundidades de la tierra; escuchar sus explicaciones sobre las analogías, diferencias e importancia de los Power Ranger; instarlo a hablar sobre las figuras que puede realizar con legos; su alta capacidad para armar rompecabezas independientemente del grado de dificultad; su gusto por las matemáticas, realizar carreras que me dejan extenuada, etc.
De salida, nos detenemos donde una señora que vende chucherías variadas, dulces criollos, agua y refrescos. Ese día del que les hablo sucedió un hecho curioso: eran ya como las siete y la noche había llegado inexorable al parque, eran pocos los transeúntes y visitantes que iban saliendo, entre ellos, parejitas de enamorados abrazados como si previeran la dificultad de soportar la pronta separación. Nos paramos a comprar una botellita de agua mineral y una malta, lo que ya se había vuelto rutina. La señora, una mujer todavía joven, morena, delgada, de cabello corto y rizado estaba sentada en un taburete. Le dije lo que quería y, para mi sorpresa, la señora ni me miró. Repetí, nuevamente, "una botellita de agua mineral y una malta", por favor. La señora seguía con la vista al frente, creo que sin mirar nada en particular. Me detuve, entonces, ha observarla. Una estatua fue la figura que se me vino a la mente. Rígida. Sus músculos sumergidos dentro de una inmovilidad cadavérica, su pelo leve y dificultosamente bailoteado por una brisa tenue pero refrescante. "Señora, señora" -insistí. Mi hijo dijo en un tono salomónico: "parece que no escucha". Sí hijo, eso pàrece, le respondí. Miré alrededor. Practicamente estábamos sólos y fue cuando el término catatonia se me vino a la cabeza. ¿Esquizofrenia catatónica? (¡qué rimbombante!) o más esperanzadoramente ¿crisis de ausencia?. Nunca, en mis años de estudiante ni de médico había visto un estado catatónico pero supe que sería muy parecido a esto que tenía ante mis ojos. Me preocupó pensar que ésta persona estaba sola e indefensa. Decidí sentarme con mi hijo a unos metros de distancia a ver si llegaba algún pariente o conocido de la señora y pudiera encargarse de la situación. ¿Qué estaría pensando si es que estaba pensando algo? ¿tendría algún dolor que soportaba estoicamente?, ¿estaría angustiada? O, simplemente su mente y cuerpo estarían flotando juntos en otra dimensión?. Surgió de mis recuerdos, una película donde un hombre había sido enterrado vivo, por supuesto creyéndole muerto. El hombre se despertó dentro de un ataúd asignado a destiempo. Le llegó así una muerte prematura bajo el horror de la asfixia.
Se hicieron las 8, las 9 y ya no pude esperar más. Mi hijo quería irse a casa y echamos a andar. Varias veces me volví para mirar y allí seguía la señora en actitud inmodificable. Mi hijo agregó, no sin una especie de fastidio: "parece una momia". Mi hijo era un niño de pocas palabras, no obstante, categórico, preciso.
Dos días después regresé al parque. La señora no estaba sino un hombre joven que por su físico me pareció que podía ser un familiar. Sin preámbulos, le pregunté que dónde estaba la señora que allí atendía. Me respondió, sin sorpresa, que la señora estaba hospitalizada en "El Peñón" (como si yo tuviera que saber qué era El Peñón), sí lo sabía). Pronto la darán de alta -añadió. Le comenté lo que había ocurrido dos días atrás y me respondió que él había llegado como a las diez y que había sido imposible moverla de allí sino en horas de la madrugada. ¿Qué es lo que tiene? -pregunté (yo misma me dí cuenta que no tenía derecho a semejante interrogatorio). Dijo: sí, lo que ocurrió es que dejó de tomar unos medicamentos que le habían recetado. De seguida, el hombre desvió su atención hacia un niño que le pedía un chicle ácido.
Dos semanas después volví al parque. Iba sola pues había sido misión imposible convencer a mi hijo para que me acompañara. Vi a la señora, parecía absolutamente normal, como si no estuviera aquejada de una grave enfermedad que la podía hacer permanecer inmersa en la frialdad, en la oscuridad de un parque para nada exento de peligros. Pensé que la vida continua como sea.
Agosto, 2006.
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Muy buena anécdota. Algo fuera de lo común en un día cotidiano. Sigue así !! =)
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ResponderEliminarGracias linda!. Espero que tengas las ganas y la oportunidad de seguir leyendo lo cual nunca será tiempo pérdido. Un beso....
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