lunes, 1 de junio de 2015

Relatos residuales


Tomado de: ¡1233.photobucket.com 


LO ABSURDO

-He muerto, dijo Elena un día cualquiera de hace diez años atrás.

Me quedé en un silencio reflexivo…conocía el estado depresivo de mi amiga, ese mal momento que ya llevaba meses, y ante el cual, los antidepresivos y las variadas psicoterapias habían quedado como un gasto innecesario en tiempos que ya eran de calamidad económica.

Me quedé en un silencio reflexivo…escudriñaba en mis pensamientos, en mis emociones, buscando términos, palabras, que pudieran emerger de mi boca y que la hicieran estremecer para que volviera a su vida, a eso que llamamos vida. No podía exponerme con frases triviales, de esas típicas de los libros de autoayuda. Conocía suficientemente bien a Elena para saber que apenas esbozaría una tímida sonrisa, teñida con una mezcla de consideración y pena hacia mí pero, más que eso, aumentaría su desazón: es como cuando sentimos que alguien nos comprende y de pronto aparece con una tremenda tontería que intensifica nuestra angustia dentro de un abismo más profundo, más tétrico.

Recuerdo ahora, la prolongada estancia en un pozo –cercano a su casa- que tuvo un protagonista de una de las novelas de Murakami cuyo título no recuerdo ahora. Lo que sí recuerdo es que leí esos capítulos sin parar, estremecida, confiando en que pronto saldría –y vivo- de ese calvario.

Ahora que lo pienso, Elena se hallaba en ese pozo novelesco del japonés y yo estaba afuera, desesperada por ayudarla, pero mi mano no la alcanzaba, las cuerdas que le arrojaba nunca eran suficientemente largas para que las asiera y ayudarla a subir. Yo no podía parar ahora, cansarme. Contar en un inentendible siseo uno, dos, tres, cuatro, cinco,…sólo era un recurso para no estallar, para no desesperarme por su inacción, por su incapacidad para esforzarse, para ayudarse a sí misma. Sí, allí estaba otro argumento palurdo: ¡tienes que ayudarte a ti misma!, ¡si no pones de tú parte, jamás saldrás de ese estado! ¡Palabras fatídicas! Y Elena pareció adivinar justo lo que yo estaba pensando.

-He muerto, repitió.

Meses atrás, Elena había padecido una experiencia, de esas habituales en las personas y donde la moral estaba representada por un casi inadvertido actor de reparto. El eros se había hecho presente. Evoco el cúmulo de palabras que le hacían férrea compañía: verdad, mentira, interrogantes que no cesaban: ¿por qué?, ¿qué hice?,  ¿será que lo merecía…?

Cuando me disponía  a abrazarla, los ojos de Elena emitieron una tenue luz. Muchas veces había captado ese signo en ella, segundos antes de un comentario pertinente, audaz, vanguardista. Esta luz no era igual pero era luz. Elena empezó a hablar, en realidad, era como si monologara: una corta inmersión en una de las más famosas teorías y prácticas psicológicas me llevó a pensar en dos términos: repetición y verdad.

Oye Elena, agregué con sutileza, nunca he leído algo con ese título.

Elena era una mujer inteligente, bueno, inteligente en lo que comúnmente entendíamos que significaba “inteligente” pero, además era estudiosa y una lectora sólida, en especial de literatura, de filosofía. Elena no era una mujer común y conversar sobre lo que le ocurría se hacía muy cuesta arriba pues, de seguida fluían desde su misma morena piel cantidad de argumentos muy difíciles de rebatir.

Cuando Elena repitió por tercera vez: -he muerto, sólo atiné a decir: ¡deja ya la repetición! ¡Y no comiences con esa historia absurda!

Me miró con una profunda tristeza plasmada en el rostro y casi susurrando, dijo: -¿sabes?, El problema de la repetición es la verdad…claro, hay otros elementos acompañantes que no podemos pasar por alto…

-Explícate, expresé desesperanzada.

Lo escribió Schopenhauer en 1788…

-Por favor Elena, ¡no me vengas con Schopenhauer!, ¡sabes que era un antifeminista del carajo y si lo he leído ha sido por obligación!

-No, no, no, agregó. Me topé con ese texto un día que vagaba por Internet y así pude entender el por qué no había avanzado ni un milímetro hacia la superación de ésto!!!. Aunque no sirva ya, Schopenhauer lo explicó. ¡De seguro que Freud no lo leyó!

De pronto, me vi junto con Elena, en el podio de un escenario teatral. La conversación era digna de tal escenario.

-Explícate pues, reiteré, dispuesta a escuchar, a escuchar con infinito cariño.

Repito…repito… no porque no pueda elaborar y saltar el puente de la vergüenza, de la angustia, del desamor. ¡No!. Repito porque lo que siento y digo es una clara verdad aunque  esa verdad haya sido destrozada, porque la verdad siempre es frágil, está impregnada de relativismos y con ello sólo abrimos múltiples caminos para la mentira. La mentira está en auge, en la cresta de la ola y no lo acepto pues es aceptar como normal, como habitual un mundo lleno de mentiras en sus diversas manifestaciones. Es tanta la confusión que la mentira se impone y la verdad cada día va en picada: que eso sucede, que eso es normal, así, aceptar religiosamente el imperio de la mentira. Por eso, -he muerto.



LA SOLEDAD

Hace muchos años viví en Manhattan aunque hubiese querido hacerlo en Sofía.

Aquella tarde la invité a acompañarme a la Crocantina Bakery, local en donde me había acostumbrado a almorzar cada tarde desde hacía más de un año.

La soledad, ni como sustantivo, me apenaba pero, esa tarde, en un mínimo instante, creí que una afinidad nos unía. Además, su reloj suizo y su sobrepeso, que no parecía estar dispuesta a abandonar, me hizo pensar que los dulces ejercían en ella un poder especial que la irían ir hacia algún lugar donde nunca antes hubiese –ni siquiera- imaginado.

Alicia en el País de Las Maravillas

El lugar siempre era opaco, ni la luz artificial servía para conferirle la más mínima luminosidad. Ella era muy nívea y, de paso, vestía de ese color. Aquí la lechosa era lechoso.

No escogió el dulce, ¡no parecía llamarle la atención los dulces! Y su elección por uno cubierto con una fina capa blanca fue casi producto de una obligación. Desde allí o no sé si antes comenzó mi sorpresa y mi duda, muy razonable, de su gusto por los dulces y, aunque carezca de las palabras para explicarlo, la afinidad se deshizo como la crema que rellenaba el dulce mal escogido: la crema pastelera era malamente extraída del interior del dulce que se había convertido en algo que hasta a mí me producía una especie de repugnancia. 

Lo hacía con su mano diestra que –en ese infinitesimal instante- me pareció auténticamente siniestra.

Hace muchos años viví en Manhattan aunque hubiese querido hacerlo en Sofía.

Ahora  pienso que elegir un dulce es un acto muy delicado que puede llevar al traste, literalmente al basurero, cualquier buena intención y hasta cualquier buen momento.

Hace muchos años viví en Praga. Leí a Kafka con emoción genuina. Hubiese querido vivir en Sofía.

Unos días después vino el término “ridículo” o “ridiculez” y mi sorpresa fue mayúscula y no porque creyera que nunca antes hubiese hecho algo ridículo o cometido una verdadera ridiculez. Lo que sí puedo afirmar es que nunca antes alguna persona me lo hubiese dicho.

Hay palabras que no me agradan y creo que ello se explica por ciertas experiencias infantiles. Recuerdo algunas que  mi mamá nos prohibía decir. Si las escuchaba decir a alguien presente o en el marco de un diálogo televisivo o en el periódico, decía con voz firme ¡qué palabra más mala o más fea o más terrible! Ni siquiera me atrevo a escribirlas…

Pero la afinidad se convirtió en algo ridículo o en ridiculez, así como en un tris mis dientes pasaron a ser podridos.

Así se expresó y la palabra, en toda su pluralidad, pasó a repetirse en mi consciente como una pelota de ping pong, dejada caer  desde cierta altura: podridos, podrido, podrid, podri, podr, pod,po,p,…¡y miren que no se trataba de un juego de  palabras!

¡Qué situaciones tan raras tiene la vida!

He visto  -y vivido- tantas cosas en mí vida inherentes al cuerpo humano que el asco no es una experiencia frecuente en mí. Evoco a mi muy anciano profesor de anatomía que nos dibujaba en el grandísimo pizarrón del auditorio de la Escuela Vargas las partes del cuerpo humano. Nos iba explicando con detalle y pasión. 

Ahora pienso en el ya extinto profesor Montbrun quien por aquella época (y a pesar de su avanzada edad) continuaba siendo  un cirujano muy afamado.

Una vez nos dijo, en medio de una clase, de pronto, inesperadamente, como cuando a alguien se le ha olvidado decir algo vital y se acordara de repente: “ un médico no debe tener miedo de ensuciarse las manos”. Un compañero, algo sobrado en su forma de ser y de hablar, acotó: ¿cómo es eso doctor? ¡Siempre nos recuerdan la importancia de tener las manos muy limpias!

Me refiero, respondió el viejo Montbrun, con su serenidad característica: “Me refiero (tenía la costumbre de retomar y repetir sus primeras frases) a que no debe tener miedo de ensuciarse las manos porque en su trabajo, en su arte, deberá tocar, palpar a muchos: ricos, pobres, a gente que tiene días sin bañarse, que huele mal. Es su deber”. Punto y final de la clase.

Nunca he estado en Manhattan pero hubiera querido pasar por Claremont, California y haber tenido la ocasión de conversar sobre cosas de la vida y de la muerte con David Foster Wallace.


LA TARDE

Ya hace más de una semana que transcurrió la Semana Santa de 2015. Y aún no lo había escrito…El tiempo es un gran inconveniente para mí cuando los momentos de pasión no se amalgaman con su realización. Éste es un problema.

Parada frente a la charcutería de una panadería vecina e invadida por la premura de llegar pronto a casa, estaba a punto de pedir el jamón de pavo y el queso amarillo cuando me percaté que una mujer, ya anciana, me precedía en el turno.

En este país que Dios nos dio estábamos acostumbrados a llevarnos a todos por delante. Respiré profundo en un intento por controlar mi desesperación por estar ya en mi apartamento y le dije a la anciana –mujer bajita, de más de setenta años, ¿tal vez?, de cabellos cortos y muy canosos, sencilla pero bien vestida, -señora, le toca su turno.

La charcutera, quien tenía muchísimos años desempeñando esa labor, ya saludaba a la anciana y, a su vez, atendió su exiguo pedido de cincuenta bolívares de jamón de pavo para luego agregar: “-y me da un campesino porque seguro Orlando se pone impertinente si no se lo llevo”.

La charcutera, quien a la sazón ya introducía un tostadísimo campesino en una bolsa plástica, le dijo ¿y cómo está el señor Orlando?. Bien, contestó la anciana, lo dejé sólo en casa un momentico.

Justo en el instante de la conversación anterior, me puse a detallar a la anciana. Aparte de la descripción anterior, llevaba sus labios finos, pintados de un hermoso color rosa y sus mejillas lucían un discreto toque de rubor. Pensé en mí, ni siquiera me pintaba.

Luego, lo que vino fue una abstracción absoluta de mi parte. Aquella mujer menuda me recordó a mi madre y, sin más, iniciamos una conversación sobre su esposo, el mentado señor Orlando. Así supe que cinco años atrás, Orlando se le había perdido cerca de la Plaza de Pérez Bonalde, en Catia. En aquel tiempo vivían por allá y lo había dejado con un amigo con el que acostumbraba a compartir mientras ella hacía alguna que otra diligencia. Cuando salió, no lo halló y nadie sabía darle noticias de su paradero. La señora no dejaba de repetir: ¡qué angustia, yo creí que me moría!. ¿¡Qué le diría a mis hijos!?¿¡Cómo les explicaría que su papá se me había perdido?.

Relata que decidió meterse en el Metro y qué, de pronto lo vio sentado en uno de los vagones, todo espelucado y sin la gorra que siempre llevaba. Ella entró y pensé yo que se le acercaría pero no. Me dijo que se sentó y estuvo observándolo. Fue a punto de llegar a la siguiente estación que se le acercó y le tomó la mano. Orlando, se la apretó fuerte y le recriminó: ¡mujer, dónde te habías metido?,¿¡por qué me dejaste sólo!?. Ella sólo atinó a decir –Orlando tranquilo, ya estamos juntos.

Mientras conversaba con la señora, llegué a hacer rápidamente mi pedido y al estar listo le dije, Sra. Amalia ¿y cuántos años tiene el Sr. Orlando?

-92 años, -respondió.

¿Y camina, la reconoce a usted, a sus hijos?

-Sí señora. Lo único es que es muy impertinente. Bueno…a esa edad…

La señora Amalia y yo nos despedimos. La vi alejarse y una interrogante iluminó mi mente: ¿cuántos años puede latir un corazón humano? Me refería a la capacidad de latir con independencia de los otros órganos.


Caracas, junio de 2015


Escrito por Libia Kancev.


No hay comentarios:

Publicar un comentario