miércoles, 23 de octubre de 2013

Un relato...

Tomado de: laimagenfija.wordpress.com






ESPERANDO A WENDY

La mujer, ya entrada en años, aunque con vigor y lucidez envidiable, yacía sentada frente a su escritorio.

La oscuridad del espacio iba acorde con la del día pues la noche había dicho “presente”. Ya sabíamos que no necesitaba invitación y que, al igual que el tiempo como abstracción relativa, no podía detenerse. Ella se iluminaba con una pequeña lámpara, que lucía un adorno donde el rojo era como el de la sangre viva.

Estaba inclinada sobre un libro. El color y el aspecto de sus hojas expresaban años de existencia. Inclinada su cabeza sobre el libro, me parecía incómoda, corporal y posturalmente incómoda.

No había dejado atrás la Modernidad pues la pantalla de su mini laptop reflejaba un trabajo intenso.

La mujer parecía leer con mucha concentración pero yo me preguntaba si era posible. La circunstancia no estaba dada. Aún así, ella leía con aparente atención, con dedicación, lo que seguramente había leído múltiples veces durante años de trabajo pero también esperaba a Wendy, esperaba que yo me levantara del asiento y me marchase.

No podía estar leyendo, eso me decía.

Esperaba a Wendy. Se levantó de pronto y dijo que era extraño que Wendy no hubiera venido. Tomó su teléfono celular y dijo que ya casi no tenía batería y que se había olvidado el cargador. Pensé en ofrecerle mi teléfono para que supiera de Wendy…Yo deseé saber por qué Wendy no había llegado para que la mujer no estuviera esperando más. De seguida, agarró, con sus dos manos, una radio pequeña y la prendió. La voz del mandatario que mandaba con rabia continua se escuchó de pronto. Sentí esa rabia que nunca me había explicado bien, ni ahora ni desde que se inició el siglo XXI, ni antes en este país nuestro que hacía tiempo había dejado de ser y que ahora se deslizaba por el desbarrancadero como la novela de Vallejo, que narraba de uno individual aunque el nuestro fuese colectivo porque al final se trataba de que “todos” nos desbarrancáramos por igual.

Nunca seríamos todos los desbarrancados. La figura de mi padre arropó mi mente. Las eternas discusiones sobre una igualdad utópica. ¿Éramos iguales los seres humanos? La respuesta que por azar llegó a mi vista años después de su inesperada muerte fue “somos iguales pero, somos diferentes”.

Después de esta digresión, yo seguía pensando, que ella no podía haber estado leyendo bajo la luz de la tenue lámpara aunque sus ojos pareciesen prendados allí, obteniendo el mayor conocimiento posible. No podía porque yo estaba ahí, sentada a pocos metros detrás y hablaba cuando ya ella no quería escuchar.

Era el lenguaje corporal expresándose mejor que las mismas palabras.

Yo hablaba, impulsada por una angustia inenarrable y sabía que descendía por la calle oscura, que me iba alejando pensando que era capaz de andar en la oscuridad de una ciudad que se había convertido en un azar de muerte. En verdad, no lo pensé porque mi miedo era otro.

Ella siguió leyendo y yo sabía que debía marcharme.  De pronto, sentí mi vejiga llena. No era recomendable que caminara por la ciudad con la vejiga llena, así que, sin pedir permiso, fui al baño. 
Al terminar, me lavé las manos y pensé en darle un abrazo de despedida a aquella mujer. En un segundo cambié de opinión pues no me atrevía a tanto, tal vez, aprovechar que ella leía, esperando a Wendy, esperando a que yo me fuera, esperando para escuchar el discurso del hombre por el que muchos votaron porque juraron. Aprovechar tocarle un hombro en señal de despedida…

Al  salir del baño, tomé mis libros, mi cartera y vi que la mujer estaba otra vez sentada ante su escritorio y ante el añejo libro. A esas alturas, el abrazo, mi mano en su hombro eran ideas e imágenes irreales del pasado. Traté de no hacer ningún ruido para no interrumpir lo que la mujer no podía estar haciendo. Tomé el camino del blanco pasillo. Agarré el pomo de la puerta, siempre difícil de girar, y la abrí. Justo antes de cerrarla tras de mí, escuché su suave voz que se despedía y sentí pena porque no tenía ya valor ni para decir adiós.


Por Libia Kancev.


Caracas, octubre de 2013.


No hay comentarios:

Publicar un comentario