Uno de los escritores
norteamericanos vivos, cuya literatura me resulta atrayente, es Paul Auster (Nueva Jersey, 3 de febrero de 1947). Hace
poco terminé de leer El país de las
últimas cosas (1987), el cual goza de múltiples reediciones, lo que nos da
una idea de la acogida que ha tenido.
Hace algunos años leí A salto de mata: crónica de un fracaso
precoz (1998) y otra cuyo título no logro recordar ahora. Sin duda, leería
lo que caiga en mis manos de Auster.
El
país de las últimas cosas está construido en forma de
epístola, narrada en primera persona. Ambientada en un país que parece
absolutamente ficcional pero que, por momentos, nos genera cierta duda de que,
en efecto pueda existir.
Anna Blume, de 19 años,
es una joven norteamericana que viaja a ese país jamás nombrado y cuya moneda
es el glot. Llega en barco en busca de su hermano William, quien meses antes
había sido designado como corresponsal en esa “nación” y del cual jamás se
vuelve a tener noticias.
La joven parece
dirigirse a su novio (tampoco lo sabemos con precisión) y le narra un conjunto
de atrocidades en un lugar donde los gobiernos cambian continuamente y donde
sobrevivir se convierte en un acto de valentía cotidiana. Anna lleva con ella,
el nombre y la fotografía de Samuel Farr quien fuera enviado como sustituto de
William y, en parte, con la idea de que obtuviera información sobre su
paradero.
Anna realiza diversos
trabajos de ínfima calidad, entre ellos, el de buscadora de objetos que
tuviesen algún valor para alguien, venderlo y seguir viviendo. En su historia,
conoce a Isabel, una anciana que trabajaba en lo mismo que ella aunque, por su
edad, no era lo más aconsejable. Se conocieron en un extraño episodio donde Anna
le salva la vida e Isabel la lleva a su casa, donde vive con su esposo
Ferdinand y le da cobijo. Se trataba del primer lugar donde Anna puede tener un
techo y comida. Entre Anna e Isabel surge una estrecha amistad hasta que esta
última cae enferma. Ya antes, Ferdinand muere, horas después de haber intentado
violar a Anna, situación que ella nunca le llega a referir a Isabel.
Este país trágico donde
proliferaban una serie de “organizaciones extrañas” estaba en una grave situación de pobreza, plagado de
anarquía y corrupción donde el más fuerte era el que sobrevivía. Las
circunstancias geográficas, climatológicas y sanitarias también le eran
adversas.
Estaba prohibido
enterrar a los muertos, con pena de multa y/o cárcel pues los cadáveres debían
ser entregados al gobierno para ser quemados y constituirse así en fuente de
calor.
Un día, Anna se
encuentra con Samuel. Este vivía en la Biblioteca Nacional que se hallaba en
estado ruinoso. Allí habitaban intelectuales y religiosos por una especie de
concesión del gobierno. Samuel escribía, con furor, todas las experiencias que
había vivido desde que llegó. Él y Anna se enamoran. Al poco tiempo ella queda
embarazada y considera el hecho patético por las circunstancias en que vivían y
la muy difícil posibilidad de regresar a su país, no obstante, Sam estaba
feliz. En un oscuro escenario Anna es atacada y pierde a su bebé y no vuelve a
saber de Sam. No sabe cómo llega a la
Residencia Woburn, que pertenecía a un médico muy rico que se había puesto al
servicio de la población más necesitada. Cuando el Dr. Woburn murió, su hija
Victoria se hizo cargo cumpliendo, a cabalidad, con la labor de su padre.
Durante unos meses Anna y Victoria viven una relación amorosa de la cual ambas
se sienten orgullosas y donde la felicidad de una era prioridad para la otra,
sin embargo, un día, Sam llegó pidiendo resguardo a la casa Woburn y él y Anna
reiniciaron su relación.
Por cierto, cuando Anna
y Sam se reencuentran, éste se hallaba un tanto trastornado y relatándole a
Anna lo que había sido de él desde el día que no supo de ella, le cuenta lo
siguiente:
-Abandoné la esperanza de ser
alguien –decía-. El objetivo de mi vida era huir de lo que me rodeaba, vivir en
un sitio donde ya nada pudiera hacerme daño. Intenté destruir mis lazos uno a
uno, dejar escapar las cosas que me importaban. La idea era lograr la
indiferencia, una indiferencia tan poderosa y sublime que me protegiera de
cualquier ataque. Me despedí de ti, Anna,… del pensamiento de volver a casa,
incluso intenté despedirme de mi mismo. Poco a poco me volví tan calmo como un
Buda, sentado en mi rincón sin prestar atención al mundo que me rodeaba. Si no
hubiese sido por mi cuerpo –las demandas ocasionales de mi estómago y de mis
instintos- tal vez no hubiese vuelto a moverme. Me repetía a mí mismo que la solución
perfecta consistía en no desear nada, no tener nada, no ser nada. Al final
llegué a vivir casi como una piedra. (179).
A medida que fue
transcurriendo el tiempo, la Residencia Woburn se fue viniendo abajo y tuvieron
que cerrar sus puertas y sólo le queda a Victoria, a San y Anna la idea, aunque
prácticamente sin esperanzas, de intentar huir del país.
Finalmente, Anna se
dirige a su destinario y le explica cómo empezó a escribir y hasta le pide que
si no lo desea ni lea la carta, que se la lleve a sus padres para que la
conserven como un recuerdo.
El
país de las últimas cosas me recordó dos novelas que había
leído: una Las intermitencias de la
muerte (2005) del gran J.
Saramago (1922-2010) y La Carretera (2006) de C. MacCarthy (1933). La primera, tal
vez porque la gente deja de morir y eso genera un gran embrollo dentro del
equilibrio de la vida en el planeta: definitivamente la vida y la muerte forman
parte de un mismo ciclo. En El país…la
gente moría y moría pero los cuerpos eran una fuente material, tangible, real
de calor. No había alternativas al respecto.
La
Carretera también nos genera desolación pues, prácticamente,
la vida en La Tierra es arrasada: un padre y un hijo intentan sobrevivir
buscando la carretera hacia el sur. Al final el padre muere y el niño continúa
su camino. Lo que ocurre de allí en adelante no lo sabemos. Otro punto de
contacto entre El país…y La Carretera es el hecho que los
protagonistas principales utilizan un carrito de esos de supermercado, objeto
que se les hace imprescindible dentro de la terrible experiencia que les toca
vivir.
El
país… es una novela con un argumento que “atrapa”. Auster
introduce elementos, y reflexiones que poseen una clara filosofía de vida pero
se trata de una filosofía que podríamos llamar “realista” pues las escogencias
que tienen que “elegir” los personajes, no irrumpen nunca dentro del campo de
la llamada “literatura de autoayuda” sino que se basan ante lo que la “cruda
realidad” les pone frente a sí mismos.
Caracas, 24 de
septiembre de 2013.