domingo, 2 de septiembre de 2012

Entrevista a Jonathan Franzen (III)

Bosque de la Isla Robinson Crusoe 
Rayadito de Más Afuera 


















¿Entonces?  Lo que ocurrió fue que a principios del siglo XIX, cuando los ejemplos más destacados de esa forma narrativa fueron por primera vez recopilados en antologías autorizadas por Walter Scott y otros, los ingleses no sólo tenían una idea muy clara de lo que querían decir al hablar de «novelas», sino que además las exportaban en grandes cantidades, en forma de traducción, a otros países. Ahora existía ya definitivamente un género donde antes no lo había. Quiere decir que no sólo se trataba de escribir si no el proceso de traducción y difusión de esos textos es lo que permite que la novela adquiera cuerpo como género. Exacto… la pregunta sería ahora ¿qué es con exactitud  una novela, y por qué apareció el género cuando lo hizo?

Díganos… La explicación más convincente sigue siendo la de carácter político y económico propuesta por Ian Watt hace cincuenta años. El lugar de nacimiento de la novela, en su forma moderna, resulta ser también la nación de Europa más desarrollada y con mayor dominio económico. El análisis de Watt de esta coincidencia es poco incisivo pero contundente, vinculando la glorificación del individuo emprendedor, la expansión de la burguesía alfabetizada deseosa de leer sobre sí misma, el aumento de la movilidad social (que invita a los escritores a explotar las  preocupaciones derivadas de ésta), la especialización del trabajo (que crea una sociedad de diferencias interesantes), la desintegración del antiguo orden social con el resultado de una serie de elementos individuales aislados, y naturalmente, entre la nueva clase media acomodada, el espectacular aumento del tiempo libre para leer. Al mismo tiempo, Inglaterra se secularizaba con rapidez. La teología protestante había puesto los cimientos de la nueva economía re imaginando el orden social como un grupo de individuos autosuficientes que se relacionan de forma directa con Dios; pero allá por 1700, mientras la economía británica prosperaba, cada vez estaba menos claro que los individuos necesitaran siquiera a Dios. Es cierto que, como cualquier lector infantil impaciente puede decirnos, muchas páginas de  Robinson Crusoe se destinan al viaje espiritual de su héroe. Robinson encuentra a Dios en la isla, y acude a él repetidamente en momentos de crisis, rezando por su liberación y dándole las gracias, extasiado, por proporcionarle los medios para conseguirla. Sin embargo, en cuanto ha superado cada crisis, revierte a su personalidad práctica y se olvida de Dios; al final del libro parece que lo haya salvado más su propio carácter industrioso y su ingenio que la Divina Providencia. Leer el relato de las vacilaciones y el proceso de olvido de Robinson es asistir al proceso en el que el género de la autobiografía espiritual se convierte en la narrativa realista. Ahora bien, creo que el aspecto más interesante del origen de la novela podría ser la evolución de las respuestas de la cultura inglesa a la cuestión de la verosimilitud: ¿debería un relato extraño aceptarse porque es extraño, o habría que interpretar dicha extrañeza como prueba de falsedad? Las inquietudes que plantea esta cuestión siguen presentes entre nosotros, y sin duda incidieron en 1719, cuando Defoe publicó el primer volumen, el más conocido, de Robinson Crusoe. En él no aparecía por ninguna parte el verdadero nombre del autor. Se optó por identificar el libro como Vida y extrañas y sorprendentes aventuras... escritas por él mismo, y muchos de sus primeros lectores creyeron que la historia era real. Sin embargo, fueron tantos los lectores que sí dudaron  de su autenticidad, que Defoe se sintió obligado a defender su veracidad cuando publicó el tercer y último volumen al año siguiente. 

Contrastando su relato con el libro de caballería, en que la «historia es inventada», insistió en que la suya, «aunque alegórica, es además histórica», y afirmó que «hay un hombre vivo, y también muy conocido, cuya vida y acciones son el justo tema de estos volúmenes». Dado lo que sabemos de la vida real de Defoe —al igual que Crusoe, se metió en complicaciones por emprender negocios arriesgados, tales como criar gatos de algalia por el perfume, y poseía conocimiento de primera mano del aislamiento debido a su paso por la cárcel de deudores, a la que la bancarrota lo llevó dos veces—, y dada también su afirmación en otra parte del volumen de que «la vida en general es, o debería ser, sólo un acto universal de soledad», parece razonable extraer la conclusión de que el hombre «muy conocido» es el propio Defoe. Sospechosamente, los dos apellidos terminan en “oe”.

8.- Jonathan, ¿qué entenderíamos hoy en día por novela?

Actualmente entendemos por novela a algo como el mapa de la experiencia de un autor plasmado sobre una ensoñación, y un giro crucial hacia esta interpretación puede verse cuando Defoe, vacilante, afirma una clase de verdad no rigurosamente histórica: la «verdad» del novelista. Este es un punto bien interesante…pues entraríamos en el tema de lo ficcional, ¿no? Exactamente. La crítica Catherine Gallagher, en su ensayo «El surgimiento de la ficcionalidad», menciona una paradoja curiosa relacionada con esta clase de verdad: el siglo XVIII no fue sólo el momento en que los autores de ficción,  empezando (más o menos) por Defoe, abandonaron el artificio de que sus narraciones no eran ficticias; fue también el momento en que empezaron a realizar un verdadero esfuerzo para que sus narraciones no parecieran ficticias: en que la verosimilitud pasó a ser de suma importancia. La solución de Gallagher a la paradoja gira en torno a otro aspecto más de la modernidad: la necesidad de asumir riesgos. Cuando los negocios pasaron a depender de la inversión debían sopesarse varios futuros desenlaces posibles… Y la novela, tal como se desarrolló en el siglo XVIII, proporcionó a sus lectores un terreno de juego que era a la vez especulativo y exento de riesgos. A la par que pregonaba su ficcionalidad, ofrecía protagonistas lo bastante genéricos para percibirlos como posibles versiones de uno mismo y a la vez lo bastante específicos para, simultáneamente, no ser uno mismo. El gran invento literario del siglo XVIII fue, por tanto, no sólo un género, sino también una actitud hacia ese género. 

Hoy día, cuando abrimos una novela, nuestra predisposición mental —el conocimiento de que es obra de la imaginación y la disposición a suspender la incredulidad— es de hecho la mitad de la esencia de la novela. Pero le diré algo más… Recientes estudios académicos han socavado la antigua idea de que la épica sea un elemento central de todas las culturas, incluidas las orales. La ficción, ya sea en forma de cuentos de hadas o fábulas, parece haber sido destinada esencialmente a los niños. En las culturas premodernas se leían relatos por la información, la edificación o la emoción que aportaban, y las formas literarias más serias, la poesía y el teatro, exigían cierto grado de dominio técnico. La novela, en cambio, estaba al alcance de cualquiera con papel y pluma, y el tipo de placer que procuraba era exclusivamente moderno. Experimentar una historia inventada por puro placer pasó a ser una actividad a la que ahora también los adultos podían entregarse con entera libertad (aunque a veces con culpabilidad). Este desplazamiento histórico hacia  la lectura por placer fue tan profundo que ya apenas somos conscientes de él. De  hecho, como la novela ha proliferado sub genéricamente en películas, series de televisión y video-juegos de última generación —que en su mayoría proclaman su ficcionalidad, y en su totalidad ofrecen personajes a la vez genéricos y específicos—, no es una exageración afirmar que lo que diferencia nuestra cultura de las precedentes es la saturación de entretenimiento. La novela, como una dualidad de cosa y actitud hacia la cosa, ha transformado tan plenamente nuestra actitud que la cosa en sí corre peligro de ya no ser necesaria.

9.- ¿Te refieres a los daños que la difusión del género, en especial a través de las nuevas tecnologías, ha causado o puede causar? 

Te lo diré de esta manera…En la isla gemela de Más afuera conocida ahora como Robinson Crusoe—, yo había visto los daños causados por tres especies de plantas continentales, la maquia, la murtilla y la zarzamora (blackberry, en inglés), que han cubierto monótonamente montes y cuencas por entero. La zarzamora parecía en especial malévola, pues es capaz de arrollar incluso a altos árboles autóctonos y se propaga en parte por medio de estolones que parecen cables de fibra óptica con espinas. Dos especies de plantas autóctonas ya se han extinguido, y a menos que se lleve a cabo un proyecto de restauración a gran escala, ése será el destino de otras muchas. Paseando por Robinson Crusoe, buscando delicados helechos endémicos en la periferia de la zarzamora, empecé a pensar la novela como un organismo que había mutado en la isla de Inglaterra, convirtiéndose en un elemento invasor virulento que se propagó de un país a otro hasta conquistar el planeta. Pienso que conforme la novela ha transformado el medio ambiente cultural, las especies de humanidad han dado paso a una muchedumbre universal de individuos cuya característica más destacada es el hecho de entretenerse de manera idéntica. Éste era el espectro mono cultural que David Foster Wallace había prefigurado y al que se propuso resistirse en su épica obra La broma infinita (1996) Y la forma de resistencia en su novela —notas a pie, digresiones, no-linealidad, hipervínculos— previó al invasor incluso más virulento y más radicalmente individualista que ahora desplaza a la novela y sus vástagos. La zarzamora de la isla Robinson Crusoe era como la novela conquistadora, sí, pero me pareció que no se diferenciaba mucho de internet, ese elemento invasor difundido por la BlackBerry, que en lugar de plasmar el mapa de uno mismo sobre una narración, lo plasma sobre el mundo. En lugar de las noticias, mis noticias. En lugar de un único partido de fútbol, la fragmentación de quince partidos distintos en estadísticas personalizadas de una liga de fantasía. En lugar de  El padrino, «Monadas de mi gato». Lo individual huye descontroladamente, el arquetipo de hombre de la calle es un Charlie Sheen. Con Robinson Crusoe, el yo se había convertido en una isla; y ahora, al parecer, la isla pasa a ser el mundo. 

Esto que nos narra sobre la historia de la novela es muy interesante pero cuénteme sobre su segundo día en Más Afuera. 

Sí, le diré que en plena noche me despertó el chacoloteo de los costados de mi tienda de campaña contra el saco de dormir; se había levantado un vendaval. Me puse los tapones para los oídos pero continué oyéndolo, seguido de sonoros golpetazos. Cuando por fin amaneció, descubrí que la tienda estaba parcialmente desmontada y un trozo de varilla pendía del arco de la puerta. Aún así estaba dispuesto a continuar con mi plan de ver al rayadito. Disponía de poco tiempo —en Más afuera las mañanas tendían a ser más despejadas que las tardes. El rayadito de Más afuera es pariente cercano, aunque de mayor tamaño y plumaje menos vivo, del rayadito coliespinoso, un pajarillo llamativo que había visto en varios bosques del Chile continental antes de visitar las islas. Nunca se sabrá cómo es posible que una especie tan pequeña tome tierra a ochocientos kilómetros de la costa en número suficiente para reproducirse (y luego desarrollarse). La especie de Más afuera necesita un bosque de helechos autóctono inalterado, y su población, nunca numerosa, parece estar en declive, quizá porque cuando anida en tierra tiende a ser víctima de la depredación de ratas y gatos invasores...El ascenso hacia el lugar donde debían estar los rayaditos se hizo muy peligroso, llegó un momento en que me dio miedo avanzar otro paso, y de pronto me vi con los brazos y las piernas extendidos contra una pared de roca resbaladiza, bajo una lluvia atroz y un viento furioso, sin la menor certeza de ir en la dirección correcta. De repente, una frase tan nítida que casi pareció pronunciada en voz alta cobró forma en mi cabeza: «Esto que estás haciendo es muy peligroso.» Y me acordé de mi amigo muerto. 


David Foster Wallace y Jonathan Franzen 


¿Se refiere a David Foster…? Sí. David escribió sobre la meteorología tan bien como  el que más, y quería a sus perros con un amor más puro que el que sentía por nada o nadie, pero la naturaleza no le interesaba y las aves le traían sin cuidado. Una vez, mientras pasábamos en coche cerca de Stinson Beach, California, me detuve para que viese por el telescopio un zarapito, una especie cuya magnificencia es para mí evidente  y reveladora. Él lo observó unos segundos y se dio media vuelta con ostensible aburrimiento. «Sí —dijo con su peculiar tono de cortesía huera—, muy bonito.» El verano antes de su muerte, sentados en su patio mientras David fumaba, yo no podía apartar la vista de los colibríes que había alrededor de su casa y me apenó que él sí, y cuando se echaba sus siestas muy medicadas, yo me dedicaba al estudio de las aves de Ecuador para un próximo viaje; entonces entendí que la diferencia entre su desdicha incontrolable y mis insatisfacciones controlables era que yo podía evadirme en el júbilo de las aves, pero él no. David estaba enfermo, sí, y en cierto sentido la historia de mi amistad con él es sencillamente que yo quería a una persona mentalmente enferma. Después, la persona deprimida se quitó la vida, de un modo calculado para infligir el máximo dolor a aquellos que más lo querían, y nosotros, quienes lo queríamos, nos quedamos con una sensación de rabia y traición. De traición no sólo por el fracaso de nuestra inversión de afecto y cariño, sino por la manera en que su suicidio lo apartó de nosotros y lo convirtió en una leyenda muy pública. Gente que jamás había leído su obra ni había oído hablar de él, leyó en el Wall Street Journal su discurso para la ceremonia de graduación en el Kenyon College y lloró la pérdida  de un ser magnífico y tierno. El establishment literario, que nunca había siquiera seleccionado uno de sus libros entre los candidatos a un premio nacional, ahora lo declaraba unánimemente un tesoro nacional perdido. Claro que era un tesoro nacional, y como escritor no «pertenecía» menos a sus lectores que a mí. Pero si uno sabía que su personalidad real era más compleja e incierta de lo que se creía, y si también sabía que era más  querible —más divertido, más bobalicón, más necesitado, más conmovedoramente en  guerra con sus demonios, más perdido, más infantilmente transparente en sus mentiras e incoherencias— que el artista/santo benévolo y moralmente clarividente en que lo habían convertido, seguía siendo difícil no sentirse dolido por la parte de él que había elegido la adulación de los desconocidos antes que el amor de sus seres más cercanos. Quienes menos lo conocían eran quienes más tendían a hablar de David como de un santo. Esto resulta especialmente extraño por la casi absoluta ausencia, en su narrativa, del amor corriente. Las relaciones amorosas íntimas, que para la mayoría de nosotros son una fuente fundacional de sentido, no tienen cabida en el universo ficcional de Wallace. En cambio, lo que hay son personajes que mantienen en secreto sus compulsiones crueles ante aquellos que los quieren; personajes que siempre andan en maquinaciones para aparentar afecto o demostrarse que lo que se siente como amor en realidad sólo es interés propio disfrazado; o, a lo sumo, personajes que dirigen un amor abstracto o espiritual hacia alguien profundamente  repugnante: la esposa que pierde fluidos craneales en La broma infinita, el psicópata de la última entrevista a hombres repulsivos. La narrativa de David está poblada de fingidores, manipuladores y aislados emocionales; sin embargo, la gente que sólo mantuvo con él un contacto superficial o formal se creía realmente su apariencia de laboriosa hiperconsideración y sabiduría moral. Ahora bien, lo curioso de la narrativa de David es lo reconocidos y reconfortados, lo queridos, que se sienten sus lectores más incondicionales. En la medida en que cada uno de nosotros se queda embarrancado en su propia isla existencial —y creo que es más o menos correcto decir que los lectores más sensibles a su obra son aquellos familiarizados con los efectos social y espiritualmente aislantes de la adicción, la compulsión o la depresión—, nos agarramos agradecidos a cada nueva misiva llegada de esa lejanísima isla que era David. En el plano del contenido, nos dio lo peor de sí: con una intensidad de autoexamen comparable a la de Kafka, Kierkegaard y Dostoievski, expuso los extremos de su propio narcisismo, la misoginia, la tendencia a la compulsión, el autoengaño, el moralismo y la teologización deshumanizantes, la duda sobre que el amor sea posible y la encerrona de la  autoconciencia de las notas a pie dentro de las notas a pie. Sin embargo, en el plano de la forma y la intención, esa misma  catalogación de la desesperanza respecto a su propia bondad auténtica la recibe el lector como un obsequio de bondad auténtica: percibimos el amor en el hecho de su arte, y amamos a David por eso.


Caracas, 2 de septiembre de 2012.

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