David Foster Wallace (1962-2008) |
10.- Quiero que sepas que yo me enteré de la
existencia de David Foster Wallace (1962-2008) justo cuando ya no existía. Aún
así, cuando supe de su suicidio me sentí afectada. Recuerdo una frase de Gao Xingjian
(China, 1940) que leí en El libro de un
hombre solo (2002) que dice Cuando un
hombre muere el mundo se difumina. Pienso que esa difuminación puede ser
mayor cuando se trata de este tipo de muertes. Supe que había escrito un
voluminoso libro titulado La broma
infinita (1996) que apenas recientemente pude verlo en una librería y que
en algún momento quisiera leer. Lo cierto es que leí los relatos de David que
hallé por internet, que eran muy pocos pero suficientes para pensar que era un
hombre muy inteligente y, por otro lado, que era un hombre que sufría
profundamente. Luego pude adquirir su libro
¿Qué más puede decirnos de él?
Isla Robinson Crusoe |
David y yo mantuvimos una amistad de comparaciones y contrastes y, de una manera fraternal, competitiva. Pocos años antes de su muerte, firmó mis ejemplares en tapa dura de dos de sus libros más recientes. En la portadilla de uno encontré el contorno dibujado de su mano; en la del otro aparecía el contorno de una erección tan grande que se salía de la página, aclarada con una pequeña flecha y la nota «escala 100%». Una vez le oí describir con entusiasmo, en presencia de la chica con la que salía, a la novia de otro como su «paradigma de feminidad». La chica de David, en una maravillosa y lenta reacción tardía, dijo: “¿Cómo?” Ante lo cual él, que poseía un vocabulario tan amplio como el que más en el hemisferio occidental, respiró hondo y, tras soltar el aire, contestó: “De pronto caigo en la cuenta de que en realidad nunca he sabido el significado de paradigma”
Picaflor de la Isla Robinson Crusoe |
David era querible como lo es un niño, y capaz de devolver el amor con una pureza infantil. Si a pesar de eso el amor está excluido de su obra, es porque nunca se sintió merecedor de recibirlo. Fue un prisionero a perpetuidad en la isla de sí mismo. Lo que de lejos parecían suaves contornos eran en realidad acantilados cortados a pico. A veces sólo una pequeña parte de él estaba loca, a veces casi todo él, pero, como adulto, nunca estuvo del todo no loco. Lo que había visto de su Ello mientras intentaba fugarse de la prisión de su isla mediante las drogas y el alcohol, sólo para verse aún más apresado por la adicción, al parecer nunca dejó de corroer su fe en su queribilidad. Incluso después de desintoxicarse, incluso décadas más tarde de su intento de suicidio a finales de la adolescencia, incluso tras su lenta y heroica construcción de una vida para sí mismo, se sentía indigno. Y a la larga ese sentimiento se entrelazó, al punto de ser indistinguibles, con la idea del suicidio, la única escapatoria segura de su prisión; más segura que la adicción, más segura que la ficción, más segura, al final, que el amor. Quienes no estábamos en una franja del espectro del ensimismamiento tan patológicamente extrema, quienes habitábamos en el espectro visible y aun así, sin cruzar el violeta, podíamos imaginar cómo se sentiría uno yendo más allá, sabíamos que David se equivocaba al no creer en su queribilidad e imaginábamos el dolor que le supondría tal descreimiento. ¡Qué fácil y natural es el amor si uno está bien! Y si uno no lo está, ¡qué atrozmente difícil nos parece: un artefacto filosóficamente desalentador compuesto de interés propio y autoengaño! Sin embargo, una de las lecciones presentes en la obra de David (y, para mí, en el hecho de ser su amigo) es que la diferencia entre estar bien y no estarlo es en casi todos los sentidos una diferencia de grado más que de clase. Pese a que David se reía de mis adicciones —mucho más ligeras— y se complacía en decirme que él era incapaz de concebir lo moderado que era yo, aun así, soy capaz de extrapolar lo extremo de las suyas a partir de las mías y del secretismo, el solipsismo, el aislamiento radical y el crudo anhelo animal que las acompañan. Imagino los enfermizos caminos mentales por los que el suicidio llega a parecer la única sustancia capaz de saciar la conciencia de la que nadie puede privarte. La necesidad de tener algo al margen de los demás, la necesidad de un secreto, la necesidad de un postrer intento de validación narcisista de la primacía del yo, y luego la expectación, cargada de un voluptuoso odio hacia sí mismo, del último gran golpe, y la interrupción definitiva del contacto con un mundo que te niega el disfrute de tu ensimismado placer: hasta ahí puedo seguir a David. Aunque me cuesta más sintonizar con la rabia infantil y los impulsos homicidas sublimados que se advierten en ciertos detalles de su muerte, incluso en eso puedo distinguir una lógica de espejo deformante muy propia de Wallace, una perversa forma de anhelo de coherencia y honradez intelectual. Para merecer la pena de muerte a que él mismo se condenó, la ejecución de la sentencia tenía que resultar profundamente lesiva para alguien. A fin de demostrar de una vez por todas que en verdad no merecía ser querido, era necesario traicionar de la manera más horrorosa a quienes más lo querían, quitándose la vida en casa y convirtiéndolos a ellos en testigos presenciales de su acción. Y lo mismo puede decirse del suicidio como jugada de promoción en su carrera profesional, que era la clase de cálculo al servicio del anhelo de adulación que despreciaba y del que negaba ser consciente (si pensaba que nadie lo detectaría), y que luego (si uno se lo señalaba) admitía, riéndose o con una mueca atormentada, que sí, vale, en efecto era capaz de eso. Imagino el lado de David que abogaba por seguir la ruta de Kurt Cobain (1967- 1994) hablando con la voz seductoramente razonable del diablo en Cartas del diablo a su sobrino, uno de sus libros preferidos, y señalando que la muerte por propia mano satisfaría su despreciable afán de promoción profesional y a la vez —al representar una capitulación ante el lado de sí mismo que su asediado lado mejor percibía como malo— vendría a confirmar una vez más que su sentencia de muerte era justa. Eso no significa que pasara sus últimos meses y semanas en animada conversación intelectual consigo mismo, al estilo del diablo Screwtape o el Gran Inquisidor. Hacia el final estaba tan enfermo que en sus horas de vigilia cada uno de sus pensamientos, sobre cualquier tema, entraba de inmediato en la espiral de la convicción de su propia indignidad, provocándole miedo y dolor continuos. Sin embargo, uno de sus tropos preferidos, expresado con especial claridad en su relato «El neón de siempre» y en su tratado sobre Georg Cantor, era la divisibilidad infinita de un único instante en el tiempo. Por continuo que fuera su sufrimiento en su último verano, quedaba aún espacio de sobra, en los intersticios entre sus pensamientos idénticamente dolorosos, para considerar la idea del suicidio, precipitarse hacia su lógica y poner en marcha planes prácticos (de los que al final realizó al menos cuatro) a fin de llevarlo a cabo. Cuando uno decide hacer algo muy malo, la intención y el razonamiento para hacerlo cobran existencia simultánea; cualquier adicto que esté a punto de recaer puede corroborarlo. Aunque era doloroso contemplar el suicidio en sí, se convirtió —haciéndonos eco de otro de sus relatos— en una especie de regalo para sí mismo. El discurso público adulatorio sobre David, que interpreta su suicidio como prueba de que (igual que Don McLean cantó en alusión a Van Gogh) «este mundo no estaba concebido para alguien tan hermoso como tú», presupone la existencia de un David unitario, un ser humano hermoso y dotado de un talento extraordinario que, tras abandonar el antidepresivo Nardil tras tomarlo veinte años, sucumbió a una profunda depresión y por tanto no era él mismo cuando se suicidó. Pasaré por alto la cuestión del diagnóstico (es posible que no fuera sólo depresivo) y la de cómo un ser humano tan hermoso había alcanzado un conocimiento tan vívidamente íntimo de los pensamientos de los hombres repulsivos. Pero teniendo en cuenta su afición por Screwtape y su fehaciente tendencia a engañarse a sí mismo y a los demás —tendencia que sus años en tratamiento mantuvieron a raya pero jamás erradicaron—, imagino que un discurso caracterizado por la ambigüedad y la ambivalencia sería más fiel al espíritu de su obra. Según él mismo me explicó, nunca había dejado de vivir con el miedo a volver al psiquiátrico, adonde lo llevó su primer intento de suicidio. La atracción por el suicidio, el último gran golpe, puede soterrarse pero no desaparece por completo.
Ciertamente, David tenía «buenas» razones para no tomar ya Nardil —el temor de que los efectos secundarios a largo plazo acortaran la buena vida que había conseguido forjarse, la sospecha de que los efectos psicológicos pudieran incidir en las mejores cosas de su existencia (su obra y sus relaciones)— y también tenía otras, no tan «buenas», basadas en el ego: un deseo perfeccionista de depender menos de una sustancia, una aversión narcisista a verse como un enfermo mental permanente. Lo que me cuesta creer es que no tuviera también muy malas razones. Bajo su hermosa inteligencia moral y su adorable debilidad humana asomaba con intermitencias la vieja conciencia del adicto, el yo secreto que, tras décadas de represión mediante el Nardil, atisbó por fin la oportunidad de liberarse y salirse con la suya: el suicidio. Esta dualidad se desarrolló durante el año posterior al abandono del medicamento. Tomó decisiones extrañas y en apariencia contraproducentes sobre su atención médica, se dedicó a engatusar a sus psiquiatras (a quienes sólo puedo compadecer por haberles tocado un caso tan brillantemente complicado) y acabó creando toda una vida secreta dedicada al suicidio. Durante ese año, el David que yo conocía bien y quería incondicionalmente luchaba con valor por construir unos cimientos más sólidos para su trabajo y su vida, pugnando con niveles sobrecogedores de angustia y dolor, mientras que el David que conocía no tan bien, pero que siempre me inspiró aversión y desconfianza, tramaba metódicamente su propia destrucción y su venganza contra aquellos que lo querían. El hecho de que cuando decidió no volver a tomar Nardil estuviera bloqueado en su trabajo —aburrido de sus trucos de siempre e incapaz de entusiasmo suficiente ante su nueva novela— no es intrascendente. Le encantaba escribir ficción —disfrutó especialmente con La broma infinita—, y se mostraba muy explícito en nuestras asiduas conversaciones acerca de la finalidad de las novelas y sobre su convicción de que la ficción es una solución, la mejor, al problema de la soledad existencial. La ficción era su manera de escapar de la isla, y siempre que le sirviera para eso —si era capaz de verter su amor y pasión en la preparación de sus solitarias misivas, y si dichas misivas llegaban al continente como noticias urgentes, nuevas y sinceras— obtenía una dosis de felicidad y esperanza para sí. Cuando se apagó su esperanza en la ficción, después de años de lucha con su nueva novela, no tenía más escapatoria que la muerte. Si el aburrimiento es el terreno en que brotan las semillas de la adicción, y la fenomenología y la teología de la suicidalidad son las mismas que las de la adicción, parece justo afirmar que David murió de aburrimiento. En uno de sus relatos iniciales, «Aquí y allí», el hermano de un joven perfeccionista, Bruce, lo invita a plantearse «lo aburrido que sería ser perfecto», y Bruce nos dice: Me remito al amplio conocimiento adquirido con esfuerzo por Leonard sobre el hecho de aburrirse, pero también señalo que, dado que aburrirse es una imperfección, para una persona perfecta sería por definición imposible aburrirse. Es una buena broma; sin embargo, su lógica tiene algo de asfixiante. Es la lógica de «todo y más», por evocar otro título de David y todo y más es lo que él quería de y para su narrativa. Antes, eso ya le había servido, en La broma infinita. Pero intentar añadir más a lo que ya es todo significa correr el riesgo de quedarse sin nada: de aburrirse uno de sí mismo. Una cosa curiosa sobre Robinson Crusoe es que él, en veintiocho años en su Isla de la Desesperación, jamás se aburre. Habla, eso sí, de la pesadez de sus esfuerzos iniciales, después admite estar «profundamente cansado» de recorrer la isla en busca de caníbales, lamenta no tener una pipa con que fumar el tabaco que encuentra allí y describe su primer año en compañía de Viernes como el «año más agradable de toda la vida que he llevado en este lugar». Pero el anhelo moderno de estimulación brilla por su ausencia. (El detalle más asombroso quizá sea que Robinson tarda un cuarto de siglo en consumir «tres grandes toneles de ron o alcohol»; yo me habría bebido los tres en un mes, sólo por acabármelos.) Aunque nunca deja de soñar con escapar, pronto empieza a sentir «una especie de placer secreto» en su absoluta posesión de la isla: Ahora miraba el mundo como algo remoto, con lo que yo no tenía nada que ver y de lo que nada esperaba, y de hecho nada deseaba: en pocas palabras, no tenía nada que ver con ese mundo, y difícilmente algún día tendría algo que ver con él; por tanto, pensé que así debía de verse después de la muerte. Robinson es capaz de sobrevivir a su soledad porque tiene suerte; acepta su situación porque es una persona corriente y su isla es algo concreto. David, que era extraordinario y cuya isla era virtual, al final sólo tenía su propio yo interesante como medio de supervivencia, y el problema de hacer de uno mismo un mundo virtual es afín al de proyectarnos en un mundo cibernético: hay infinitos espacios virtuales donde buscar la estimulación, pero su propia infinitud, la perpetua estimulación sin satisfacción, se convierte en una cárcel. Serlo todo y más también es la ambición de internet.
11.- Jonathan, después de estas cosas tan dolorosas que nos ha contado sobre David Foster, que nos dice que lo rememoró hallándose usted en una situación de peligro mientras buscaba al rayadito de Más Afuera que tanto ansiaba ver, ¿qué ocurrió?
Tardé dos horas en recorrer el camino de regreso. Ahora la lluvia no sólo era horizontal sino también torrencial, y con aquel viento me costaba mantenerme en pie. Yo llevaba un GPS que indicaba bajo nivel de batería, pero aún así tenía que encenderlo una y otra vez porque la visibilidad era tan mala que no lograba avanzar en línea recta. Incluso cuando me mostró que el refugio estaba a cincuenta metros, sólo siguiendo adelante llegué a distinguir el contorno del tejado. Rápidamente tiré la mochila empapada dentro y bajé corriendo hasta la tienda de campaña, que estaba en medio de un charco. Conseguí sacar el colchón de espuma y llevarlo al refugio; luego volví y retiré las estaquillas de la tienda, la agarré entera, procurando que lo que había dentro no se mojara del todo, y me apresuré cuesta arriba bajo la lluvia horizontal. El refugio era un área catastrófica llena de ropa y material empapado. Dediqué dos horas a diversos proyectos de secado, y otra más a rastrear en vano el promontorio en busca de una pieza vital del armazón de la tienda que, en mi alocada carrera, había perdido. De pronto, en cuestión de minutos cesó la lluvia y se despejó el cielo. Evidentemente que la lectura de Robinson Crusoe le sirvió de mucho, aunque imagino que también es parte de su personalidad o del ejemplo de su padre y de su hermano Tom. Sí, seguro… ¿sabe?, después de realizar lo que le dije antes, caí en cuenta de que me encontraba en el lugar más espectacularmente hermoso que había visto nunca. Era última hora de la tarde y el viento, que soplaba sobre un mar de un azul demencial, empezaba a amainar. Sin duda había llegado el momento. El lugar parecía suspendido en el aire más que unido a la tierra. Se experimentaba una sensación de casi infinitud, y el sol arrancaba de las laderas más tonalidades de verde y amarillo de las que habría imaginado posible, una deslumbrante casi infinitud de colores, y el cielo era tan inmenso que no me habría sorprendido ver al este, en el horizonte, la masa continental. Jirones blancos de nubes residuales se precipitaban desde la cima, pasaban raudamente junto a mí y desaparecían. El viento amainaba, y entonces empecé a llorar, porque había llegado la hora y no estaba preparado. Había conseguido olvidarme. Fui al refugio, cogí la cajita con las cenizas de David, el «librito» —por usar el término que él aplicaba con jocosidad a su libro no precisamente corto sobre el infinito matemático—, y volví a bajar por el promontorio con ella y con el viento a mi espalda. Hacía muchas cosas a la vez. Incluso mientras lloraba, recorría el suelo con la mirada en busca de la pieza extraviada de la tienda y sacaba la cámara de mi bolsillo para intentar capturar la belleza celestial de aquella luz y aquel paisaje, maldiciéndome por no concentrarme sólo en el duelo, y me decía que no pasaba nada si había fracasado en el intento de ver al rayadito en la que con toda seguridad sería mi única visita a la isla, que era mejor así, que era hora de aceptar la finitud y lo incompleto y renunciar para siempre a observar ciertas aves, que la capacidad de aceptación era el don que se me había concedido a mí y no a mi querido y difunto amigo.
En el extremo del promontorio, llegué a un par de peñascos casi idénticos que formaban una especie de altar. David había optado por abandonar a las personas que lo querían y entregarse al mundo de la novela y sus lectores, y yo estaba dispuesto a desearle lo mejor. Abrí la caja y arrojé las cenizas al viento. Unos fragmentos de hueso grisáceo cayeron en la pendiente ante mí, pero el polvo se lo llevó el viento y desapareció en la azul bóveda celeste, flotando sobre el mar. Me di la vuelta y regresé cuesta arriba al refugio, donde tendría que pasar la noche, visto que mi tienda estaba inutilizada. Sentí que para mí ése era el fin de la rabia —ya sólo quedaba el desconsuelo—, y también era el fin de las islas.
Decidí acortar el viaje. En el barco de regreso a Robinson Crusoe (antes llamada Más a Tierra) iba a viajar con 1.200 langostas, un par de cabras despellejadas y un viejo langostero que, después de echar el ancla, me advirtió a voz en grito que el mar estaba muy encrespado. Sí, convine, estaba un poco encrespado. «¡No poco! —gritó él muy en serio—. ¡Mucho!» La tripulación se tambaleaba entre las cabras ensangrentadas, y comprendí que en lugar de navegar derechos a Robinson, nos desviábamos 45 grados al sur, para no zozobrar. Con paso vacilante, me retiré a un reducido y fétido camarote bajo proa y me subí a una litera. Después de pasar una o dos horas agarrado a los lados de la litera para no salir volando, intentando pensar en cualquier cosa que no fuera el mareo, escuchando el chapoteo y las embestidas del agua contra el casco, y después de perder (como descubrí más tarde) a fuerza de sudar el parche contra el mareo que me había pegado detrás de la oreja—, vomité en una bolsa con cierre hermético. Diez horas más tarde, cuando me aventuré a salir a cubierta, esperaba atisbar el puerto, pero el capitán había dado tantas bordadas que aún estábamos a unas cinco horas. No me sentía capaz de volver a la litera y me encontraba aún demasiado mareado para contemplar las aves marinas, así que me quedé cinco horas de pie poco más que pensando que cambiaría mi vuelo de regreso, que había reservado para la semana siguiente en previsión de posibles retrasos, y volvería a casa antes. No sentía tanta añoranza desde, posiblemente, la última vez que había acampado solo. Al cabo de tres días, la californiana con quien vivo vería la Super Bowl en compañía de unos amigos nuestros, y cuando pensé en sentarme junto a ella en un sofá beber un Martini y jalear a Aaron Rodgers, el quarterback de los Green Bay Packers, que había sido una estrella en Berkeley, me entraron unas ganas locas de huir de aquellas islas. Antes de irme a Más afuera, ya había visto las dos especies de aves terrestres endémicas de Robinson, y la perspectiva de otra semana allí, sin ninguna opción de ver algo nuevo, me resultaba asfixiantemente aburrida: un ejercicio de privación del mismo ajetreo del que me había propuesto escapar con tanta determinación, un ajetreo cuyas posibilidades placenteras valoraba sólo ahora.
Ya en Robinson, hablé con mi posadero para que intentara colarme en uno de los dos vuelos del día siguiente. Los dos estaban completos, pero, mientras almorzaba, la agente local de una de las aerolíneas entró casualmente en la posada y él le insistió en que me permitiera marcharme en un tercer vuelo que era sólo de carga. Ella se negó. Pero ¿y el asiento del copiloto?, preguntó mi posadero. ¿No podría ocuparlo él? No, zanjó la agente, también el asiento del copiloto iría lleno de cajas de langostas. Y fue así como, aunque ya no lo deseaba, o porque ya no lo deseaba, viví la experiencia de quedarme realmente aislado en una isla. Comí el mismo pan blanco chileno malo en todas las comidas, el mismo pescado insulso servido sin salsa ni condimentos al mediodía y por la noche. Tendido en la cama de mi habitación, terminé Robinson Crusoe. Escribí postales en respuesta al montón de correspondencia que me había llevado. Practiqué mentalmente la reinserción en el español chileno de las eses que sus hablantes omitían. Conseguí observar mejor el picaflor de Juan Fernández, una espléndida variedad de colibrí de tamaño considerable y color canela en grave peligro de extinción a causa de las especies animales y vegetales invasoras. Hice una excursión por la montaña a una pradera donde se celebraba la fiesta anual del marcado a fuego del ganado, y vi a jinetes arrear el ganado del pueblo hasta un corral.
El escenario era espectacular —onduladas colinas, picos volcánicos, mar salpicado de blanco—, pero las lomas estaban peladas y profundamente erosionadas. De las más de cien cabezas de ganado, al menos noventa se veían desnutridas, en su mayoría tan esqueléticas que asombraba que pudieran tenerse en pie. El rebaño había sido históricamente una fuente de proteínas de reserva, y los aldeanos disfrutaban aún del ritual de atrapar a las vacas con lazo y marcarlas, pero ¿no se daban cuenta de la triste parodia en que se había convertido su ritual? Cuando aún tenía tres días por delante y ya se me resentían las rodillas de tanto caminar cuesta abajo, no me quedó más remedio que empezar a leer la primera novela de Samuel Richardson (1689-1761), titulada Pamela (1740) que me había llevado básicamente porque es mucho más corta que Clarissa (1747-48). Lo único que sabía de Pamela era que Henry Fielding (1707-1754) la había satirizado en Shamela, su primera incursión en la novela. Ignoraba que Shamela era sólo una de las muchas obras publicadas en respuesta inmediata a Pamela, ni que Pamela, de hecho, había sido posiblemente la noticia más importante en el Londres de 1740-41. Pero entendí el motivo en cuanto empecé a leerla: la novela es absorbente y eléctrica a fuerza de sexo y conflictos de clase, y describe con detalle ciertos extremos psicológicos a un nivel de especificidad nunca visto en otro libro antes. Pamela Andrews no es todo y más: es sencilla y únicamente Pamela, una joven y hermosa criada cuya virtud se ve acosada permanente e ingeniosamente por el hijo de su fallecida señora. Su historia se cuenta a través de las cartas que ella escribe a sus padres, y cuando se entera de que dichas cartas son interceptadas y leídas por su aspirante a seductor, Mr. B., sigue escribiéndolas sabiendo que Mr. B las leerá. La devoción y la exageración histérica de su propia vida tuvieron que enfurecer por fuerza a cierta clase de lectores (uno de los libros publicados en respuesta parafraseaba de forma satírica el subtítulo de Richardson, convirtiendo La virtud recompensada en Falsa inocencia detectada), pero bajo la estridente virtud de Pamela y las lascivas maquinaciones de Mr. B. hay una historia de amor fascinantemente presentada. La fuerza realista de la historia fue lo que convirtió el libro en un éxito tan innovador. Defoe había delimitado el territorio del individualismo radical, que ha seguido siendo un tema fructífero para novelistas de época tan tardía como Beckett y Wallace, pero fue Richardson quien primero proporcionó pleno acceso narrativo a los corazones y mentes de individuos cuya soledad se había visto arrollada por el amor a otro.
Esta entrevista está basada en los siete primeros capítulos del texto Más Afuera de Jonathan Franzen.
Caracas, 6 de septiembre de 2012.
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